/ jueves 21 de marzo de 2024

Los rostros infinitos del héroe

El profesor de literatura y mitólogo Joseph Campbell dedicó su vida a divulgar una gran verdad: todas las historias de la humanidad son una misma historia repetida millones de veces, en especial, aquellas de carácter heroico. Todos nosotros vivimos el mismo viaje y atravesamos la misma historia arquetípica del héroe.

Campbell describe así una suerte de monomito. Entre la diversidad, hay rasgos comunes en los relatos mitológicos –aun entre las culturas más dispares del mundo–, y que él denominó ‘el viaje del héroe’, el cual se compone de tres elementos: 1) la partida (el protagonista experimenta una separación del lugar al que pertenece, de la vida cotidiana o de la familia y se lanza a lo desconocido, a la oscuridad); 2) la iniciación (el héroe se enfrenta a las adversidades que funcionan como formas de iniciación, de preparaciones y retos que, a la vez, son parte de su aventura); 3) el retorno (el desenlace del conflicto en el que el protagonista ha experimentado, sin embargo, una intensa transformación interior).

Esa es la vida de Odiseo. Es la historia de Edipo. Pero también es la de las historias de la cultura del entretenimiento: Luke Skywalker descubre que han matado a sus tíos y debe abandonar su hogar. Frodo recibe, como herencia, un anillo y se ve obligado a marcharse de su comarca. E inician así su viaje heroico.

Otro buen ejemplo es la reciente película de ciencia ficción ‘Dune’ (parte 2) del director canadiense Denis Villeneuve, basada en la novela de Frank Herbert. Es una historia situada a decenas de miles de años en el futuro en la que el ser humano ha abandonado la tierra y se ha dedicado a poblar el universo. La humanidad se gobierna principalmente bajo monarquías hereditarias o casas dinásticas, y estas, a su vez, están bajo el mando de un emperador. La casa Atreides es comisionada por el emperador para tomar la administración del planeta Arrakis (‘Duna’ en español) y explotar, ahí, la sustancia –la más valiosa del universo– que ha hecho posible los viajes interestelares. La casa adversaria, que perdió el control de Arrakis, toma represalias y aniquila a la familia Atreides y a su ejército. Sin embargo, Paul, el hijo de la familia Atreides, y su madre logran sobrevivir. Desde las sombras –derrocado y exiliado–, el joven Paul trama su venganza.

Me gusta muchísimo la literatura –Marcel Proust decía que la verdadera vida, la vida dilucidada y, por lo tanto, la realmente vivida es la literatura–, pero nunca he sido aficionado a las novelas de ciencia ficción. En cambio, me entretienen pasmosamente, eso sí, las películas de ese mismo género. Me maravillan las películas de ciencia ficción de carácter filosófico, como ‘Prometeo’ de Ridley Scott; ‘Inception’ de Christopher Nolan; las dos películas de ‘Blade Runner’, la de Ridley Scott y la de Villeneuve, ambas imperfectas, pero interesantes como tentativas. La película más cautivadora es, me parece, ‘Arrival’ (‘La llegada’) de Villeneuve.

Me gustan las buenas películas de ciencia ficción porque me emociona ver –con mis propios ojos– ideas e imágenes que se hallan en el borde de lo inimaginable, que empujan siempre la frontera de lo inconcebible y que estimulan los placeres de la vista, de lo bello y lo ingenioso. ‘Dune’ es simple y francamente un deleite visual: la inmensidad de los gusanos de arena, la monumentalidad de las naves espaciales –la nave del emperador–, la belleza arquitectónica de los pasillos de los palacios y fealdad de los personajes repulsivos.

No obstante, debo admitir que lo más emocionante fue ver –a pesar de que soy ateo– el ascenso de Paul Atreides como una figura religiosa. Carecer –yo– de fe y, a la vez, maravillarme por presenciar el surgimiento de una religión en torno a Paul. Él es un héroe como Nezahualcóyotl –el rey poeta– que de príncipe sufrió el derrocamiento y asesinato de su padre, el rey de Texcoco, y aunque joven y exiliado, reclamó y logró la hazaña de recuperar el trono perdido. La historia de Paul es, pues, el viaje del héroe. Pero es también un héroe como Jesucristo –el rey profeta– que se nombró a sí mismo rey de los judíos, el salvador de los desposeídos, el elegido de Dios.

La humildad de Paul –su inmadurez, su inocencia y su buen corazón– lo empujan a rechazar cualquier pretensión de ser el Lisán al-gaib (el profeta ausente de Arrakis, el extranjero venido del cielo o del espacio). Pero Paul, al igual que Edipo, en cada paso que da para repudiar y alejarse de la profecía, en realidad se acerca cada vez más al destino que estaba escrito para él.

‘Dune’ es una buena película por dos razones. Primero, porque hay una evolución en sus protagonistas, tanto en Paul como en la joven de la que se enamora: una muchacha llamada Chani, nativa de Arrakis. Segundo, porque la vida de Paul constituye fielmente el viaje del héroe. Vive una separación de su mundo, el derrocamiento y el exilio; hay una iniciación, ritos, pruebas y obstáculos que debe superar; pero, sobre todo, hay un retorno, una transformación interior y, en su caso, el ensombrecimiento de su carácter. Cuanto más sombrío se vuelve él, más inteligente resulta la película.

Me parece que, cuando vamos al cine, nos sentimos conmovidos por estas historias porque nos sentimos identificados. Porque somos los héroes y protagonistas de nuestra propia vida. Porque somos Teseo lanzados a la oscuridad del laberinto que es la vida. O bien, porque no somos nada y no somos nadie, pero muchos quisieran recibir un llamado, ser los elegidos y soñar con ser superhombres.

Tristemente las piezas políticas se acomodan de tal manera que, para Paul, resulta forzoso aprovecharse de la fe que sus creyentes le profesan y convertir esa fe en la farsa que son las religiones cuando se vuelven –más que conocimiento y misticismo– en un instrumento político. Paul se ve obligado a anonadar a sus seguidores, autonombrarse su mesías, efectuar actos milagrosos, como Jesucristo o como un falso profeta, o como ambos, si es que Jesús no fue más que un charlatán, como esos pastores que tanto abundan y que realizan milagros francamente estúpidos. Esta insinuación –y, por lo tanto, esta blasfemia– no es mía, sino de Villeneuve, que consigue hacer con ello una película doblemente inteligente.

Este es el arco de transformación que vive Paul (incluso el rostro del actor, Timothée Chalamet, se torna ligeramente grasoso y ojeroso), pero también su amada, Chani, experimenta el propio. La actriz (Zendaya) encarna un personaje que, en un primer momento, me parecía insulso, pero termina por adoptar profundidad. Para no incurrir en spoilers, solo diré que Villeneuve resuelve de forma magistral la situación de Chani en una escena sin palabras y con un simple gesto que no dura sino uno o dos segundos entre ella y la hija del emperador. Tuve la impresión de que el rostro de Chani se volvía más tierno y más impotente, cual Ariadna frente a Teseo, pero también más valiente y, a la vez, herido; orgulloso y, a la vez, dolido; pequeño y tembloroso.

En la antigua Grecia, el término ‘anagnórisis’ era utilizado para referirse a la revelación a la que se enfrenta un protagonista. En ‘Blade Runner 2049’, Villeneuve nos regaló un protagonista cuya revelación –cuyo aprendizaje y transformación–, y cuyo retorno del héroe, consiste en descubrir que él no es el elegido de la profecía. Quizás por eso ‘Blade Runner 2049’ es una película más sutil y menos emocionante, y sin embargo, más enternecedora y paradójicamente humana (pues el agente K vive, dolido, la experiencia humana de la derrota, la tristeza y la decepción, no obstante, que es una inteligencia artificial, un androide). En cambio, Paul sí es el hombre tan esperado. Pero vale la pena hacerse una pregunta: ¿la profecía era legítima o fue más bien –desde siempre– un plan que otros maquinaron? Si era una farsa: ¿que no terminó siendo real pues al final ocurrió todo lo que la profecía había anunciado, o por el contrario, tanto Paul como las sacerdotisas –una suerte de brujas–, aunque ciertamente veían el futuro, no hicieron sino encajar las piezas que habían previsto, es decir, que Paul no fuera sino también un brujo capaz de ver el porvenir, pero no por ello un verdadero mesías; un muchacho al que indebidamente se le enseñaron las artes de la brujería y que simplemente cumplió con los dictados de las brujas que parcialmente conocían el futuro, pero también parcialmente urdieron charlatanerías y una falsa religión, a grado tal que, de hecho, Paul no fue su único prospecto?

En cualquier caso, la vida de Paul es como la de Edipo: muy triste. Pues a pesar de sus grandes hazañas, no es más que un títere de los designios que le deparó su destino, sin importar si fue –como ya dije– una profecía autocumplida o legítima.

Finalmente, hay que reconocer que, a pesar de la pureza de su corazón, Paul termina convirtiéndose en un asesino y en un genocida. Invito al lector a imaginar al emperador cuando era joven en la misma situación de Paul: un emperador también de buen corazón que hizo lo que hizo en nombre de la justicia, pero que tuvo que ensuciar sus manos de sangre para salvarse a sí y a su familia antes de convertirse en un cínico y en un despiadado. No estoy defendiendo la tesis de Raskólnikov (de los grandes hombres, como Napoleón, que no dudan en romper las reglas y asesinar para lograr sus fines, por oposición a los hombres temerosos y diminutos como los ‘piojos’). No. Lo que sugiero es mirar a Paul como un antihéroe: el villano convertido en protagonista, y ver nuestra vida no como el viaje del héroe de los mitos y relatos, sino como un viaje más realista y complejo, el del antihéroe, colmado de ambigüedades, claroscuros, actos vergonzosos y otros nefastos de nuestras propias vidas. De hecho, la mejor forma de abordar una historia es, en mi opinión, desde la ambigüedad: como el carácter místico de Paul que raya en la frontera de la farsa y el engaño.

No me quiero compadecer de nadie ni justificar ninguna atrocidad. Pero sugiero al lector que tome a cualquier político, especialmente terrible, de su elección (local, nacional o extranjero), mejor aún si es antidemocrático, tiránico o de pulsiones autoritarias. Y del mismo modo que hay personas que hacen el mal impulsivamente sin siquiera reflexionar (y todo esto que diré a continuación aplica para todos nosotros o casi todos); u otros que hacen el mal conscientemente pero sin remordimiento; otros que son víctimas de sus propias pasiones, es decir, adictos al mal que se obstinan en obsequiar; otros que hacen cosas malas creyendo que hacen el bien; otros que se creen buenos cuando son malos; que se creen puros pero en realidad son –como todos– una mezcla de bondad y maldad, y que un acto malo no los hace malos, pero tampoco un acto bueno los hace buenos, sino que la clave está en la constancia en el mal o en el bien; otros que justifican la maldad por los fines ‘buenos’ que persiguen; otros que no aceptan las consecuencias de sus acciones; otros que jamás emprenden la introspección de dialogar consigo mismos; otros que no tienen la revelación de que, dado que siempre lidiaremos con seres humanos y siempre podremos herir a los que amamos, quizás una de las transformaciones centrales de la vida es aprender, incesantemente y con sus tropiezos, a edificarnos éticamente; pues bien, el héroe tiene rostros infinitos porque todas las historias son una misma historia, pero también porque el protagonista puede ser un villano, un antihéroe, como Paul, y no debemos olvidar que el poderoso de infinita malignidad fue alguna vez tentado por el poder, que se ensombreció y se convirtió en un tirano.

El profesor de literatura y mitólogo Joseph Campbell dedicó su vida a divulgar una gran verdad: todas las historias de la humanidad son una misma historia repetida millones de veces, en especial, aquellas de carácter heroico. Todos nosotros vivimos el mismo viaje y atravesamos la misma historia arquetípica del héroe.

Campbell describe así una suerte de monomito. Entre la diversidad, hay rasgos comunes en los relatos mitológicos –aun entre las culturas más dispares del mundo–, y que él denominó ‘el viaje del héroe’, el cual se compone de tres elementos: 1) la partida (el protagonista experimenta una separación del lugar al que pertenece, de la vida cotidiana o de la familia y se lanza a lo desconocido, a la oscuridad); 2) la iniciación (el héroe se enfrenta a las adversidades que funcionan como formas de iniciación, de preparaciones y retos que, a la vez, son parte de su aventura); 3) el retorno (el desenlace del conflicto en el que el protagonista ha experimentado, sin embargo, una intensa transformación interior).

Esa es la vida de Odiseo. Es la historia de Edipo. Pero también es la de las historias de la cultura del entretenimiento: Luke Skywalker descubre que han matado a sus tíos y debe abandonar su hogar. Frodo recibe, como herencia, un anillo y se ve obligado a marcharse de su comarca. E inician así su viaje heroico.

Otro buen ejemplo es la reciente película de ciencia ficción ‘Dune’ (parte 2) del director canadiense Denis Villeneuve, basada en la novela de Frank Herbert. Es una historia situada a decenas de miles de años en el futuro en la que el ser humano ha abandonado la tierra y se ha dedicado a poblar el universo. La humanidad se gobierna principalmente bajo monarquías hereditarias o casas dinásticas, y estas, a su vez, están bajo el mando de un emperador. La casa Atreides es comisionada por el emperador para tomar la administración del planeta Arrakis (‘Duna’ en español) y explotar, ahí, la sustancia –la más valiosa del universo– que ha hecho posible los viajes interestelares. La casa adversaria, que perdió el control de Arrakis, toma represalias y aniquila a la familia Atreides y a su ejército. Sin embargo, Paul, el hijo de la familia Atreides, y su madre logran sobrevivir. Desde las sombras –derrocado y exiliado–, el joven Paul trama su venganza.

Me gusta muchísimo la literatura –Marcel Proust decía que la verdadera vida, la vida dilucidada y, por lo tanto, la realmente vivida es la literatura–, pero nunca he sido aficionado a las novelas de ciencia ficción. En cambio, me entretienen pasmosamente, eso sí, las películas de ese mismo género. Me maravillan las películas de ciencia ficción de carácter filosófico, como ‘Prometeo’ de Ridley Scott; ‘Inception’ de Christopher Nolan; las dos películas de ‘Blade Runner’, la de Ridley Scott y la de Villeneuve, ambas imperfectas, pero interesantes como tentativas. La película más cautivadora es, me parece, ‘Arrival’ (‘La llegada’) de Villeneuve.

Me gustan las buenas películas de ciencia ficción porque me emociona ver –con mis propios ojos– ideas e imágenes que se hallan en el borde de lo inimaginable, que empujan siempre la frontera de lo inconcebible y que estimulan los placeres de la vista, de lo bello y lo ingenioso. ‘Dune’ es simple y francamente un deleite visual: la inmensidad de los gusanos de arena, la monumentalidad de las naves espaciales –la nave del emperador–, la belleza arquitectónica de los pasillos de los palacios y fealdad de los personajes repulsivos.

No obstante, debo admitir que lo más emocionante fue ver –a pesar de que soy ateo– el ascenso de Paul Atreides como una figura religiosa. Carecer –yo– de fe y, a la vez, maravillarme por presenciar el surgimiento de una religión en torno a Paul. Él es un héroe como Nezahualcóyotl –el rey poeta– que de príncipe sufrió el derrocamiento y asesinato de su padre, el rey de Texcoco, y aunque joven y exiliado, reclamó y logró la hazaña de recuperar el trono perdido. La historia de Paul es, pues, el viaje del héroe. Pero es también un héroe como Jesucristo –el rey profeta– que se nombró a sí mismo rey de los judíos, el salvador de los desposeídos, el elegido de Dios.

La humildad de Paul –su inmadurez, su inocencia y su buen corazón– lo empujan a rechazar cualquier pretensión de ser el Lisán al-gaib (el profeta ausente de Arrakis, el extranjero venido del cielo o del espacio). Pero Paul, al igual que Edipo, en cada paso que da para repudiar y alejarse de la profecía, en realidad se acerca cada vez más al destino que estaba escrito para él.

‘Dune’ es una buena película por dos razones. Primero, porque hay una evolución en sus protagonistas, tanto en Paul como en la joven de la que se enamora: una muchacha llamada Chani, nativa de Arrakis. Segundo, porque la vida de Paul constituye fielmente el viaje del héroe. Vive una separación de su mundo, el derrocamiento y el exilio; hay una iniciación, ritos, pruebas y obstáculos que debe superar; pero, sobre todo, hay un retorno, una transformación interior y, en su caso, el ensombrecimiento de su carácter. Cuanto más sombrío se vuelve él, más inteligente resulta la película.

Me parece que, cuando vamos al cine, nos sentimos conmovidos por estas historias porque nos sentimos identificados. Porque somos los héroes y protagonistas de nuestra propia vida. Porque somos Teseo lanzados a la oscuridad del laberinto que es la vida. O bien, porque no somos nada y no somos nadie, pero muchos quisieran recibir un llamado, ser los elegidos y soñar con ser superhombres.

Tristemente las piezas políticas se acomodan de tal manera que, para Paul, resulta forzoso aprovecharse de la fe que sus creyentes le profesan y convertir esa fe en la farsa que son las religiones cuando se vuelven –más que conocimiento y misticismo– en un instrumento político. Paul se ve obligado a anonadar a sus seguidores, autonombrarse su mesías, efectuar actos milagrosos, como Jesucristo o como un falso profeta, o como ambos, si es que Jesús no fue más que un charlatán, como esos pastores que tanto abundan y que realizan milagros francamente estúpidos. Esta insinuación –y, por lo tanto, esta blasfemia– no es mía, sino de Villeneuve, que consigue hacer con ello una película doblemente inteligente.

Este es el arco de transformación que vive Paul (incluso el rostro del actor, Timothée Chalamet, se torna ligeramente grasoso y ojeroso), pero también su amada, Chani, experimenta el propio. La actriz (Zendaya) encarna un personaje que, en un primer momento, me parecía insulso, pero termina por adoptar profundidad. Para no incurrir en spoilers, solo diré que Villeneuve resuelve de forma magistral la situación de Chani en una escena sin palabras y con un simple gesto que no dura sino uno o dos segundos entre ella y la hija del emperador. Tuve la impresión de que el rostro de Chani se volvía más tierno y más impotente, cual Ariadna frente a Teseo, pero también más valiente y, a la vez, herido; orgulloso y, a la vez, dolido; pequeño y tembloroso.

En la antigua Grecia, el término ‘anagnórisis’ era utilizado para referirse a la revelación a la que se enfrenta un protagonista. En ‘Blade Runner 2049’, Villeneuve nos regaló un protagonista cuya revelación –cuyo aprendizaje y transformación–, y cuyo retorno del héroe, consiste en descubrir que él no es el elegido de la profecía. Quizás por eso ‘Blade Runner 2049’ es una película más sutil y menos emocionante, y sin embargo, más enternecedora y paradójicamente humana (pues el agente K vive, dolido, la experiencia humana de la derrota, la tristeza y la decepción, no obstante, que es una inteligencia artificial, un androide). En cambio, Paul sí es el hombre tan esperado. Pero vale la pena hacerse una pregunta: ¿la profecía era legítima o fue más bien –desde siempre– un plan que otros maquinaron? Si era una farsa: ¿que no terminó siendo real pues al final ocurrió todo lo que la profecía había anunciado, o por el contrario, tanto Paul como las sacerdotisas –una suerte de brujas–, aunque ciertamente veían el futuro, no hicieron sino encajar las piezas que habían previsto, es decir, que Paul no fuera sino también un brujo capaz de ver el porvenir, pero no por ello un verdadero mesías; un muchacho al que indebidamente se le enseñaron las artes de la brujería y que simplemente cumplió con los dictados de las brujas que parcialmente conocían el futuro, pero también parcialmente urdieron charlatanerías y una falsa religión, a grado tal que, de hecho, Paul no fue su único prospecto?

En cualquier caso, la vida de Paul es como la de Edipo: muy triste. Pues a pesar de sus grandes hazañas, no es más que un títere de los designios que le deparó su destino, sin importar si fue –como ya dije– una profecía autocumplida o legítima.

Finalmente, hay que reconocer que, a pesar de la pureza de su corazón, Paul termina convirtiéndose en un asesino y en un genocida. Invito al lector a imaginar al emperador cuando era joven en la misma situación de Paul: un emperador también de buen corazón que hizo lo que hizo en nombre de la justicia, pero que tuvo que ensuciar sus manos de sangre para salvarse a sí y a su familia antes de convertirse en un cínico y en un despiadado. No estoy defendiendo la tesis de Raskólnikov (de los grandes hombres, como Napoleón, que no dudan en romper las reglas y asesinar para lograr sus fines, por oposición a los hombres temerosos y diminutos como los ‘piojos’). No. Lo que sugiero es mirar a Paul como un antihéroe: el villano convertido en protagonista, y ver nuestra vida no como el viaje del héroe de los mitos y relatos, sino como un viaje más realista y complejo, el del antihéroe, colmado de ambigüedades, claroscuros, actos vergonzosos y otros nefastos de nuestras propias vidas. De hecho, la mejor forma de abordar una historia es, en mi opinión, desde la ambigüedad: como el carácter místico de Paul que raya en la frontera de la farsa y el engaño.

No me quiero compadecer de nadie ni justificar ninguna atrocidad. Pero sugiero al lector que tome a cualquier político, especialmente terrible, de su elección (local, nacional o extranjero), mejor aún si es antidemocrático, tiránico o de pulsiones autoritarias. Y del mismo modo que hay personas que hacen el mal impulsivamente sin siquiera reflexionar (y todo esto que diré a continuación aplica para todos nosotros o casi todos); u otros que hacen el mal conscientemente pero sin remordimiento; otros que son víctimas de sus propias pasiones, es decir, adictos al mal que se obstinan en obsequiar; otros que hacen cosas malas creyendo que hacen el bien; otros que se creen buenos cuando son malos; que se creen puros pero en realidad son –como todos– una mezcla de bondad y maldad, y que un acto malo no los hace malos, pero tampoco un acto bueno los hace buenos, sino que la clave está en la constancia en el mal o en el bien; otros que justifican la maldad por los fines ‘buenos’ que persiguen; otros que no aceptan las consecuencias de sus acciones; otros que jamás emprenden la introspección de dialogar consigo mismos; otros que no tienen la revelación de que, dado que siempre lidiaremos con seres humanos y siempre podremos herir a los que amamos, quizás una de las transformaciones centrales de la vida es aprender, incesantemente y con sus tropiezos, a edificarnos éticamente; pues bien, el héroe tiene rostros infinitos porque todas las historias son una misma historia, pero también porque el protagonista puede ser un villano, un antihéroe, como Paul, y no debemos olvidar que el poderoso de infinita malignidad fue alguna vez tentado por el poder, que se ensombreció y se convirtió en un tirano.