Poco a poco el sexenio de López Obrador llega a su fin. Mientras tanto, corren los últimos días de la campaña electoral para renovar la presidencia de la república y muchos otros cargos de elección popular. La idea, por lo tanto, de hacer un balance de su gobierno se impone natural e inevitablemente.
En primer lugar, habría que comenzar por reconocer sus logros. La capacidad para aceptar los logros ajenos y matizar juicios absolutos y generalizaciones apresuradas es, me parece, una virtud. Por ejemplo, el aumento al salario mínimo. Aunque si de matices se trata, hay que conceder –a su vez– un par de cosas: no es un mérito exclusivo de AMLO, pues los aumentos no comenzaron con él, sino con su predecesor, Peña Nieto. Además, el aumento de los salarios no es generalizado. Ha beneficiado a aquellos que ganan el salario mínimo (6.4 millones de personas ha dicho María Luisa Alcalde). Aunque sean relativamente pocos, es sin duda una medida de justicia social que debemos reconocer. Pero, fuera de eso, los salarios en México, en general, no han mejorado. Son raquíticos y son una vergüenza. Sobre todo frente a una inflación que estuvo presente durante buena parte del sexenio.
Otro logro importante fue la reforma de pensiones de 2020 que, entre otras cosas, aumentó la tasa de reemplazo, es decir, el porcentaje del salario con el que nos habremos de pensionar. Yo, por ejemplo, aumentaré mi tasa de reemplazo y si realizo un importante ahorro voluntario, por lo tanto, me beneficiaré de esa reforma.
En cuanto a los programas sociales, vale la pena destacar las pensiones para adultos mayores y las becas para estudiantes. Ya existían dichos programas, pero el gobierno actual les ha destinado más recursos. Sin embargo, exceptuando esos dos programas sociales, el resto de ellos merecen el juicio más severo de la ciudadanía, porque están hechos por una mezcla de ocurrencias e ineptitud (por ejemplo ‘Sembrando vida’ y el programa de capacitación laboral ‘Jóvenes construyendo el futuro’). Que yo me beneficie de la reforma de pensiones o que nuestros abuelitos reciban la pensión no basta para que extendamos un cheque en blanco al gobierno, ni para que suspendamos nuestro juicio crítico ni le tratemos con la más dulce indulgencia. Porque otros gobiernos, del PAN y del PRI, también hicieron (algunas) cosas buenas y no por ello indultamos sus errores. Nuestro papel ciudadano es ser críticos de todos los gobernantes.
Más allá de estos aciertos, me cuesta trabajo pensar en otros éxitos del actual gobierno federal. Son pocos logros, pero no es algo extraño, en especial, viniendo de un gobierno cuyo sello de la casa fue la ineptitud. Su postura anticientífica, su destrucción de la burocracia y el desmantelamiento de organismos públicos (que sí ocurrió) acentuó esa ineptitud.
La cancelación del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (NAICM) en Texcoco fue una reverenda sandez. Ni una sola persona está en la cárcel a pesar de las acusaciones de corrupción por parte de AMLO. En lugar de un aeropuerto moderno y ambiciosísimo, ahora tenemos una ocurrencia impuesta en Santa Lucía por el presidente, un capricho, una locura, que nos habrá costado cientos de miles de millones de pesos. De verdad que no lo puedo creer.
Fue el mismo AMLO –que paradójicamente tildó de ‘faraónico’ el NAICM– quien hizo el aeropuerto en Santa Lucía, el cual no va a solucionar el problema de saturación aérea de la Ciudad de México (así de absurdo); el mismo que hizo un Tren Maya que también habrá costado cientos de miles de millones y que será un caprichoso elefante blanco. Algo similar con Mexicana de Aviación (empresa en manos de los militares). ¿Alguien se acuerda de las sucursales del Banco del Bienestar? ¿Alguien se acuerda del Gas del Bienestar? ¿La vacuna Patria? ¿La Megafarmacia del Bienestar que surte 2.7 recetas al día? ¿El Instituto de Salud para el Bienestar (INSABI) creado e inmediatamente desaparecido? Cuán sencillo fue para este presidente voluntarista, ignorante y ocurrente derrochar caprichosamente el dinero de los ciudadanos.
Pero más grave ha sido la negligencia criminal con que enfrentó la pandemia de covid. Más de 700 mil personas que pudieron no haber muerto por indolencia. Igualmente grave ha sido la destrucción de un sistema de salud que, de por sí, ya era terrible, y ha sido convertido en centros de desatención y malos tratos públicos. También igualmente grave ha sido la vorágine de violencia y muerte que es este país. En la misma semana que escribo estas líneas, en México están muriendo 89 personas al día por homicidio, lo cual se eleva a la cifra normalizada en este sexenio de más 30,000 personas muertas al año por homicidio, mientras que en Japón mueren 500 personas al año por ese mismo delito. Que en esta o aquella otra ciudad se viva una relativa calma no significa que México no sea profundamente violento. O bien, los narcogobiernos que se han impuesto como nunca, con la anuencia y la complicidad silenciosa del gobierno, lo cual amenaza el monopolio de la violencia que debería tener el Estado mexicano.
Por otra parte, son muy preocupantes el retroceso y los resortes antidemocráticos que exhibe el propio presidente. Por ejemplo, el uso del sistema de justicia para perseguir ciudadanos, como ocurrió con los científicos del Conacyt, acusados de delincuencia organizada. La persecución de Alejandra Cuevas, la impunidad brindada a Gertz Manero y la forma en que la fiscal Ernestina Godoy inventó a Cuevas delitos, como dictaminó y reconoció la propia Suprema Corte. O el caso en que Godoy persiguió por el delito de ataques a las vías de comunicación a una señora a la que se le cayeron unas aspas en el metro de la Ciudad de México (pues prefirieron acusarla de sabotaje antes que reconocer el negligente descuido en que tienen a ese medio de transporte).
Pero también está el constante acoso e insulto a periodistas que evidencian la intolerancia del presidente. Las injurias y desprecio hacia las feministas, las madres buscadoras y los padres de niños con cáncer. Su esquivez por el homicidio de candidatos. Los ultrajes a quienes, siendo sus seguidores, se han atrevido a criticarlo. Sus ataques al poder judicial. Su afirmación de que por encima de la ley está su autoridad política. Ese ha sido un comportamiento mezquino por parte de AMLO.
Igualmente mezquina ha sido la decisión de AMLO de convertirse en un gobernante populista de la ‘posverdad’, como tanto abundan hoy en el mundo (y que por lo tanto lo aproximan tanto a personajes como Trump). Me refiero a la deliberada decisión de mentir sistemáticamente y corroer la verdad. Que no nos quede duda: el presidente sabe que miente. Como diría Javier Sicilia, el presidente ha elegido mentir porque le es útil mentir. Porque le es útil crear una supuesta realidad alterna en que todo está bien, y que sus simpatizantes creen y repiten ciegamente (como ocurre con Trump y sus seguidores). La mentira sistemática del presidente no solo crea una pantomima grotesca, sino que corroe la verdad. Esto último tiene un efecto en el ánimo social que la ciudadanía no parece percibir todavía: 1) mucha de la gente que –por hartazgo– votó por AMLO mantiene su simpatía por él; 2) esos simpatizantes son especialmente indulgentes con las canalladas y mezquindades de AMLO; 3) esa propensión a disculpar y disimular los errores del presidente se ha traducido en una indiferencia de la ciudadanía ante el caos de un hombre que –en palabras de Sicilia– quiso “administrar el infierno”. Esa indiferencia nuestra frente a la barbarie me parece la definitiva derrota moral del pueblo de México; esa realidad (esa barbarie) que el presidente niega y minimiza, y de la que también es responsable –desde que se convirtió en jefe del Estado mexicano– a muchos les da igual tristemente. Seguimos insensiblemente con nuestras vidas. En lugar de ciudadanos críticos, molestos y exigentes, nos hemos convertido en seres adormecidos. La posverdad de AMLO, empleada para mantener a sus votantes, ha tenido un incalculable efecto inmoral en una sociedad en deterioro.
No hay mito más grande que el de la honestidad de AMLO. A pesar de que lo hemos visto, en vivo, confesar la comisión de delitos, no pasará nada. Ha confesado que recibía el dinero de los sobres amarillos (dinero que él llamó ‘aportaciones’ y que es ilegal). Ha exhibido datos fiscales de quienes difama en esa hoguera pública llamada la mañanera (como Loret y Casar). No hay político mexicano con más personas suyas videograbadas tranzando dinero público que AMLO (Bejarano, Imaz, Esquer, Pío López Obrador, Martín López Obrador, etc., que orbitan a su alrededor y que son protegidos por él), y la gente simplemente no observa ninguna curiosa constante en ello: AMLO. Si con Peña el mayor desvío de recursos fue conocido como la Estafa Maestra que ascendió a los 7,600 millones de pesos, el escándalo del desvío de recursos de Segalmex con AMLO es de 15 mil millones de pesos. ¡Y al responsable lo premió! Aunque todo esto sería razón suficiente para la renuncia del presidente, a la gente no le importa. La indiferencia social y la deformación de los datos son, como dije, una derrota moral que aún no ha sido señalada.
Sus hijos han tejido una red de tráfico de influencias. Ahí están las grabaciones que no ha desmentido. Los amigos y prestanombres de los hijos de AMLO no habrían obtenido esos contratos ni se habrían vuelto multimillonarios de la noche a la mañana si el papá no hubiera llegado a la presidencia. Así de sencillo. Tejer la asignación de una infinidad de contratos de cientos de millones de pesos para favorecer a tus amigos, a costa de los ciudadanos, es corrupción. Y la inacción de AMLO también es corrupción.