Las universidades son una valiosísima creación de la humanidad que, en el caso del mundo occidental, se remonta a la Edad Media en Europa. Y a la fecha, me parece, hay dos cualidades que caracterizan a las mejores universidades de México y del extranjero: 1) la jerarquía del saber, es decir, el prestigio se da en la sabiduría del docente, en su trayectoria intelectual y en el reconocimiento de sus investigaciones; 2) la independencia de poderes externos. De esa manera, se busca que las universidades sean gobernadas por los mejores perfiles en términos académicos –y no de otra naturaleza–, y por lo tanto, por sus mejores hombres y mujeres.
Sea cual sea el mecanismo de elección de rectores, se puede convenir que el propósito es que las instituciones sean dirigidas –en la jerarquía del saber– por aquellos con mayor preparación y mayor conocimiento. En suma, por sus ‘sabios’, por decirlo de alguna manera. Y si a la sabiduría se agregan habilidades extraordinarias por la gestión administrativa y la prudencia ante las sensibilidades de cada tiempo que nos haya tocado vivir, pues mejor aún.
Dentro y fuera de México, hay diversos mecanismos –incluso mixtos– para la elección de rectores. Existe, en términos generales, la elección por medio de un consejo universitario, una junta de gobierno o por voto directo de la comunidad universitaria.
Por ejemplo, la universidad mexicana con mayor prestigio internacional, la UNAM, elige a su rector mediante una junta de gobierno. Podríamos decir que esta junta de gobierno constituye un ‘consejo de notables o sabios’, pues está conformada por las mentes académicas más brillantes del país. Esto implica que no haya espacios para las simulaciones: un consejo de notables, que ejerce una función de ‘grandes electores’, no puede albergar a mediocres ni títeres, pues en la UNAM el prestigio está en juego; así, los más sabios eligen a los rectores (y directores de facultades e institutos) mejor preparados, y no por otros criterios (como presiones e injerencias externas). En suma, una junta de gobierno que no esté compuesta por las personalidades académicas más brillantes y de mayor prestigio científico no tiene verdadera honorabilidad, ni independencia, y tampoco una reputación que esté en juego.
La junta de gobierno se renueva continuamente, ya que cada año el miembro con más antigüedad finaliza su mandato. Lo mismo ocurre con los miembros que alcanzan los 70 años. En palabras de la propia UNAM, la junta ha jugado un papel crucial evitando la influencia de intereses externos y manteniendo su prestigio e independencia.
Sin embargo, es sabido que en la UNAM hay una exigencia genuina y ampliamente expresada por su propia comunidad universitaria en el sentido de establecer mecanismos de participación más incluyentes. Esta exigencia se mezcla, bien es cierto, con otras voces que ven con reticencia a esa universidad (es el mismo tipo de voces que, con mirada prejuiciosa, se lanzaron en contra de otra institución universitaria de prestigio, me refiero al Centro de Investigación y Docencia Económicas [CIDE]).
Una universidad como la UNAM, con una visibilidad nacional y una comunidad universitaria tan grande, informada, participativa, liberal y con valores cívicos tan claramente democráticos, se enfrenta así a un desafío inevitable: el de la modernización e innovación de mecanismos de participación al interior de su comunidad. El desafío está acompañado de riesgos (en especial el riesgo de poner en juego la excelencia y la jerarquía del saber como faro fundamental en la dirección de la universidad y como blindaje ante intereses externos). Que, en la UNAM, esas innovaciones democráticas vayan a instaurarse, o bien, que el modelo actual se vaya a mantener (a costa del descontento de diversos sectores), eso no lo sabemos.
Cabe señalar, a pesar de todo, que los 15 miembros de la junta de gobierno de la UNAM no eligen a rectores y directores desde una torre de marfil aislada e indiferente. Los miembros de la junta realizan procesos de ‘auscultación’ en los que investigan la opinión de la comunidad universitaria. Individuos y grupos de individuos tienen, con una simple cita previa, el derecho de expresar sus opiniones libres y respetuosas. Ahora bien, a pesar de ser un método efectivo, es comprensible que –para los críticos– esta auscultación no sea lo suficientemente amplia e incluyente, y sobre todo dé la impresión de que quienes acuden a ser ‘auscultados’ sean precisamente aquellos grupos que orbitan alrededor de cada candidato.
Caso distinto es el de la Universidad Autónoma de Querétaro, el cual es además muy curioso, pues ha optado por incorporar innovaciones participativas sin necesidad de modificar su ley orgánica (es decir, se han instaurado dichos cambios de buena fe por su propia comunidad a través de los lineamientos para la elección de rectores). Digo esto porque si uno revisa su legislación universitaria, no se encontrará el procedimiento de ‘auscultación’ mediante el voto directo que describiré a continuación, sino que este está establecido en dichos lineamientos internos. En cambio, la legislación simplemente establece que el rector será elegido mediante el voto del consejo universitario con una proporción de dos terceras partes del total de sus miembros.
Este mecanismo consiste en la auscultación de la comunidad universitaria a través del voto. Es decir, todos votan y todos los votos cuentan. Pero para ser congruente con la legislación universitaria (que establece la elección del rector mediante el consejo universitario), los lineamientos señalan que cada consejero universitario dará su voto obligatoriamente en el mismo sentido que el obtenido en su facultad. Además, se establece (de forma coincidente con la legislación universitaria) que si ningún candidato logra las dos terceras partes del voto del consejo universitario, entonces se convocará una segunda vuelta (es decir, una segunda votación en toda la comunidad universitaria) en la que contenderán solamente los dos candidatos que hayan obtenido el mayor número de votos en la primera vuelta.
Así pues, en México hay una diversidad de mecanismos para la elección de rectores. Por ejemplo, la Universidad Autónoma Metropolitana emplea una junta de gobierno, la cual realiza consultas con la comunidad, evalúa los perfiles y elige al rector. En la Universidad de Guadalajara, es el consejo universitario el que elige al rector. La Universidad Autónoma de Chapingo y la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca son ejemplos de universidades que recurren a la participación de la comunidad universitaria mediante un proceso de votación.
Estos no son todos los mecanismos existentes, pero en términos generales son los más relevantes. Más aún, diríamos que los dos modelos más importantes son el de la junta de gobierno y el de la participación democrática. También podríamos decir que, en el mundo, el modelo de juntas de gobierno está cercanamente emparentado con el esquema estadounidense que también emplea ‘boards’ o juntas de notables para la elección de rectores, mientras que –a partir de la segunda mitad siglo XX– en Europa se instauraron mecanismos democráticos de participación.
De hecho, del mismo modo que las mejores universidades estadounidenses utilizan juntas de gobierno, destacadísimas universidades europeas emplean mecanismos democráticos. Ejemplos de lo anterior son Bolonia, Oxford, Salamanca y Cambridge (todas ellas entre las más antiguas en el continente europeo).
Aquí me gustaría ofrecer mi perspectiva personal al respecto. Para ello, debo decir que, en términos generales, soy un liberal. Específicamente, en términos políticos, me considero un demócrata y un liberal; en términos económicos y sociales, creo en la socialdemocracia que promueve justamente la igualdad económica y social; pero en el ámbito educativo debo reconocer que soy partidario de una visión aristocrática. Creo que las instituciones educativas deben ser dirigidas por los mejores, por los más capaces, por el mérito del saber, y no solo eso, sino que también los sistemas de contratación docente deben ser igualmente meritocráticos: es decir, mediante concursos de oposición abiertos, justos y transparentes.
La democracia es, sin duda, la mejor forma jamás creada por el ser humano para gobernar sociedades políticas; sin embargo, creer que toda formación social sea –o deba ser– democrática es francamente reduccionista. La familia no lo es y el ejército tampoco. En la familia, se ejerce una autoridad vertical (amorosa y justa en el mejor de los casos, pero vertical). En el ejército ni qué decir de la verticalidad. Y las universidades se rigen, igual, por una muy clara jerarquía: la jerarquía del saber.
Esto no significa que las universidades guiadas por una junta de gobierno sean necesariamente antidemocráticas. Imaginemos universidades como la UNAM con verdadero y sólido prestigio. En esos casos, su modelo de gobierno es aristocrático; no obstante, nada impide que se rija por valores democráticos, tales como la rendición de cuentas, la transparencia, la igualdad (incluida la de género), el respeto a la libertad de cátedra, a la libertad de expresión, a los derechos humanos y laborales. Y a la inversa, nada supone que las universidades mediocres, gobernadas por juntas de gobierno, consejos universitarios o por voto directo, estén necesariamente libres de líderes autoritarios. Me parece que ninguno de esos modelos, en contextos de simulación, es valioso per se.
Lo verdaderamente valioso y el fin que se debe perseguir es que quienes dirijan y gobiernen las universidades sean realmente los mejores científicos y los mejores investigadores sin demérito del mecanismo de selección que se emplee. Como sociedad debemos llegar al consenso de que el profesor que eduque a nuestros hijos debe ser el más preparado. No el más popular. Algo similar ocurre con el debate en México sobre la elección de jueces por voto popular. Deben llegar a jueces aquellos funcionarios judiciales, de nuevo, no los más populares, sino los más preparados. Si bien es deseable que existan cargos públicos que no requieran formación académica (como los diputados, pues son representantes populares de los mexicanos de toda clase y condición social, sin criterios excluyentes), es crucial que otros cargos sí requieran perfiles y formaciones muy concretas. Ciertos trabajos requieren conocimiento especializado y experiencia. Queremos que el cirujano que nos opere tenga experiencia (y no es algo simplemente deseable, es mandatorio, y cualquier otra cosa es inaceptable, y quien diga lo contrario no imagina algo tan simple y valioso como el entrenamiento profesional). Queremos que el ingeniero que construye un edificio –y que habitarán nuestros seres queridos– tenga cédula, experiencia y sepa levantar obras resistentes acordes a un cálculo estructural acertado.
En la Edad Antigua, los profesores eran itinerantes y viajaban de ciudad en ciudad en búsqueda de estudiantes ávidos de aprender y capaces de solventar el costo, a la vez que el profesor hallaba así el modo de sobrevivir. Luego, por ejemplo, Platón fundó la Academia y Aristóteles el Liceo. Sin embargo, lo que conocemos actualmente como universidades son producto de la Edad Media. Los alumnos se congregaban para, entre todos, cooperarse en el pago de profesores de retórica, gramática, lógica, derecho romano, etc. Este fenómeno superó a alumnos y profesores y se institucionalizó, otorgándose títulos a la postre y fundándose así la primera universidad del mundo: la Universidad de Bolonia en 1088.
La universidad es una joya de la Edad Moderna, pero su origen es premoderno: es medieval. La modernidad rechaza, en principio, las distinciones y hasta los títulos nobiliarios. Sin embargo, la universidad y el ejército son las dos únicas instituciones vigentes en la Edad Moderna y de origen medieval que mantienen el otorgamiento de títulos. Tan es así que mantenemos distinciones como licenciado, doctor, coronel o general. Lo interesante de todo esto es que esas distinciones sí establecen jerarquías, y sobre todo, en el ámbito educativo, son reflejo simple y llanamente, como he dicho repetidas veces, de una jerarquía del saber. Aquí no es el espacio para explicar que ser doctor en derecho, doctor en pedagogía o doctor en medicina no nos quita lo tonto (‘Lo que la naturaleza no da, Salamanca no lo otorga’, dice el proverbio). Pero se entiende, pues, que las credenciales no importan, pero sí importan. El tema del egresado de Oxford, Salamanca o Lyon que es, a la vez, zopenco, es otra historia para la cual el lector debe asumir el arte de los matices y las excepciones, y nunca dejarse deslumbrar por los títulos.
Jerarquías, sí, detestables jerarquías, pero jerarquías virtuosas al fin, basadas en el conocimiento. ¡Oh, lector, en la premisa está la prueba y demostración: si un simulador, por ser simulador, a pesar de los títulos, no sabe y no está realmente preparado, entonces eso confirma la simulación y confirma que la jerarquía del saber sí importa y sí nos debe importar a todos!
De ahí que esta visión que planteo (en la que debe ser elegido como rector, juez o profesor el mejor y el más preparado, por una junta, panel, jurado o examen) sea, me parece, la más correcta, pero al mismo tiempo, por aristocratizante, sea también profundamente antipática para aquellos que promueven la perspectiva democrática. Y esta última no es un asunto menor: en el contexto nacional es bien sabido que, por ejemplo, Morena apuesta por la elección de jueces, magistrados y ministros mediante el voto popular.
La elección de autoridades universitarias mediante el voto no asegura por sí misma la eliminación de liderazgos autoritarios. Los procesos verdaderamente democratizadores no ocurrirán si, en especial, las comunidades universitarias no son críticas, de espíritu contestatario, liberales, informadas, participativas y altamente politizadas por valores cívicos de carácter democrático (de ahí que valga la pena solo mencionar, aunque no sea posible explicar por razones de espacio, la correlación entre calidad democrática y nivel educativo); y tampoco ocurrirá si hay una red preexistente que busque mantener, desesperadamente y por todos los medios posibles, el orden autoritario establecido (orden autoritario, una vez más, posible por el bajo nivel educativo de una comunidad dada). En resumen, la elección de rectores y directores mediante el voto no se traducirá necesariamente en una conducción democrática de las universidades.
Hay ahí pues dos elementos a considerar. Por un lado, desde la antigüedad, la historia nos ha demostrado repetidamente la distorsión de las democracias, transformadas en demagogias, por líderes antidemocráticos que manipulan, explotan las divisiones y menoscaban los valores democráticos (Trump es un buen ejemplo moderno de ello). Los líderes autoritarios, que quede claro de una vez por todas, no renunciarán al poder. Todo orden autoritario buscará presentar como únicos candidatos a miembros de su propio grupo y buscará excluir competidores.
Pero, por otro lado, debemos abrir los ojos, no cegarnos y ser realistas: sí existe, en universidades como la UNAM, una genuina exigencia de inclusión y apertura participativa; y también existe una clase política mexicana que tiene en su agenda esa misma causa. Eso es innegable.
Ante ello, no resta sino realismo y pragmatismo. Así que me gustaría concluir con una serie de elementos de diseño institucional que deben tenerse en cuenta respecto de los mecanismos de participación. Si se comparan los diferentes modelos empleados, en primer lugar, se observa que una pieza central es la segunda vuelta entre los dos candidatos más votados en el caso de que en la primera votación ninguno alcance ya sea la mayoría absoluta o calificada (en consecuencia, la mayoría relativa es descartada). En segundo lugar, el voto es obligatorio (aunque sin sanción) para combatir el abstencionismo. En tercer lugar, las urnas se acercan a la comunidad y, por lo tanto, se instalan en cada escuela, pues de otro modo, al alejarlas, se incentiva el abstencionismo. En cuarto lugar, el voto es secreto y, para ello, se usan mamparas que lo garantizan. En quinto lugar, toda confabulación, maquinación y coacción del voto es investigada y castigada para, así, asegurar el voto libre. En sexto lugar, el proselitismo está prohibido, debiéndose utilizar únicamente los medios institucionales para la socialización de cada candidatura.
En séptimo lugar, se nombra una comisión electoral compuesta por verdaderos académicos del más alto prestigio nacional, internos y externos a la institución, que se renueva completa y constantemente, para vigilar la normalidad del proceso e investigar irregularidades. En octavo lugar, se erradica el voto ponderado, en especial, aquel que le da un mayor valor al voto de las propias autoridades. En noveno lugar, con independencia de este mecanismo de participación, hay innovaciones como la ‘silla universitaria’ en la que cualquier miembro de la comunidad puede participar en el parlamento o consejo universitario, con voz aunque sin voto, incentivando así la pluralidad y el debate. En décimo lugar, se prevé la postulación de consejeros universitarios de forma individual, y no exclusivamente en planillas (y en este supuesto se plantea la representación de minorías), para promover la participación, la pluralidad y evitar la manipulación en instituciones habituadas a la simulación. En undécimo lugar, el proceso electoral y los medios institucionales comunican con claridad que el fin último del ejercicio participativo es escoger al mejor candidato, al más preparado de ellos.
Si bien, como se ha visto, en lo personal, me inclino por el modelo de las juntas de gobierno, cuyo caso ejemplar sería el de la UNAM, también es necesario reconocer que cualquier auscultación que no sea abierta e incluyente, resultará cada vez más problemática. Por lo tanto, el modelo europeo no debe espantarnos: ahí está la experiencia y la evidencia de las universidades europeas. En cualquier caso, más importante resulta reconocer que, en la hipótesis de la cooptación por simuladores, poco importará el modelo del que se trate. Ese es un problema que se ataja, no obstante, con otra solución: mejorar la cultura política al interior de las instituciones; y ello solo será posible mejorando la calidad educativa; a su vez, la calidad educativa solo mejorará estableciendo sistemas modernos y profesionalizantes de contratación basados en concursos de oposición transparentes, justos y abiertos a cualquier docente de cualquier rincón del país, orientados a adjudicar la plaza al mejor profesor, al más preparado.
Este fundamento meritocrático de los sistemas de contratación docente está completamente normalizado en Europa. De ahí que una universidad europea que emplea exámenes de oposición para el profesorado y elige a su rector incluso bajo el modelo democrático, en realidad elige por candidaturas que garantizan, todas ellas, estándares de excelencia. Por lo tanto, el sistema de contratación docente es, en el fondo, tan importante como el modelo de elección de rectores.