/ miércoles 20 de noviembre de 2024

Dictadura como categoría política en Sartori

Para Sartori, la dictadura es una categoría política que se une a otras por oposición a la democracia, como el despotismo, la tiranía, el absolutismo, el autoritarismo, el totalitarismo, la dictadura y la autocracia. Gritar, como dice Sartori, y denunciar algo que no es como nos gustaría en nuestro país, no significa que no sea democrático. Que algo, por ejemplo, no sea lo suficientemente igualitario no significa que no sea una sociedad democrática. Seamos serios, pues, con nuestras acusaciones antidemocráticas.

En su libro ‘¿Qué es la democracia?’, Sartori se detiene poco en los conceptos de despotismo y tiranía. Me parece que es así porque el despotismo está muy arraigado alrededor del siglo XVIII. Es un concepto con poco uso y vago porque alude a un poder ilimitado y, por lo tanto, puede confundirse con el absolutismo. En términos igualmente históricos, se utiliza la expresión ‘despotismo ilustrado’ para aludir a los monarcas que estaban dotados de poder absoluto, pero que aplicaban medidas ilustradas para su época. Hoy, en el lenguaje popular, despotismo o despótico hace referencia a una conducta o persona arbitraria.

En cuanto a la tiranía, Sartori –otra vez– se detiene poco en el término. Hace referencia a la famosa distinción, típicamente medieval, entre tiranía por usurpación y tiranía por ejercicio. Es decir, la tiranía supone un poder que es ilegítimo ya sea porque el tirano usurpó la corona o porque, habiendo accedido legítimamente (por derecho hereditario o por elección), su ejercicio del poder se torna tan extremadamente cruel que es considerado como ilegítimo. De hecho, la tiranía se remonta a la antigua Grecia y ya desde entonces apuntaba a la idea de una persona que se hacía del poder ilegítimamente con resultados a veces despiadados y otras veces afortunados.

En lo que respecta al autoritarismo, en mi opinión, Sartori incurre en rodeos. Los aspectos más interesantes de ese apartado del libro consisten, me parece, en destacar que la palabra autoridad está irremediablemente ligada a la noción de un poder dotado de legitimidad: tú eres una autoridad sobre mí en la medida en que posees legitimidad; careces de verdadera autoridad cuando careces de esa legitimidad. Lo pensamos o se lo decimos a los policías, a los políticos e incluso a ciertos familiares.

Si revisamos el ‘Diccionario de política’ de Norberto Bobbio, otro clásico italiano de la ciencia política, descubriremos que el autoritarismo se extiende a confines psicológicos. El autoritarismo resulta ser la expresión social –a nivel macro– de concepciones individuales que priorizan valores de jerarquía y verticalidad, y de adulación del poder y del superior, y desdén por el subordinado, frente a otros valores que privilegian la horizontalidad e igualdad, como ocurre en la democracia. El autoritarismo, por su énfasis en estas características (la jerarquía, la verticalidad, la adulación por el superior y el desdén por el inferior), es –en esencia– excluyente, mientras que la democracia es incluyente.

Pero volviendo a Sartori, la parte que más me gusta, al menos de ese apartado del libro, es cuando aborda el totalitarismo, la dictadura y la autocracia. A veces, es un poco penoso ver que un académico utilice, sin rigor, la palabra totalitarismo como equivalente de autoritarismo. Tanto el totalitarismo como el autoritarismo fueron acuñados por el fascismo como palabras apreciativas, no peyorativas. Pero el totalitarismo alude a una forma extremadamente cruel de ejercer el poder, relativamente moderna, que solo se ha vivido en algunos lugares del mundo, como la Alemania nazi y la Unión Soviética (pero también en Cuba o en Corea del Norte). Se trata de la anulación del individuo y la presencia total del Estado (de ahí ‘totalitarismo’). La violación de derechos individuales, lo que se conoce como El Terror y el Estado policíaco, el espionaje de la vida cotidiana, la vigilancia e incluso acusación de los vecinos, el partido único, la ideología (es decir, creencias falsas como base del régimen: la raza aria, la dictadura del proletariado, etc.), el monopolio de los medios de comunicación y su uso propagandístico, son algunos de sus rasgos.

Finalmente llegamos a la dictadura. Como es bien sabido, la dictadura se originó en la antigua Roma y consistía en un cargo de emergencia que se otorgaba a un mandatario de forma temporal para enfrentar una crisis puntual. Pero, en la actualidad, la dictadura no significa eso. Sartori da sencillamente en el blanco con claridad: la dictadura es, en pocas palabras, aquel gobierno que pasa por encima de la constitución, la viola, hace con ella lo que desea y la hace a su modo. Por su parte, la autocracia, según explica Sartori, es autoinvestidura. El autócrata se autoproclama jefe, se autoinviste con el poder por sí mismo. Es el extremo opuesto de la democracia porque, en democracia, la investidura emana de la sociedad mediante el voto.

Esto es interesante porque todas las categorías aquí planteadas (despotismo, tiranía, etc.) son antidemocráticas. Pero, como bien explica Sartori, al ser opuestas, también puede haber puntos intermedios. ¿Es posible un régimen totalitario con respaldo popular? ¡Claro! ¿Es posible algo entre la democracia y el autoritarismo? ¡Claro también! Esos puntos intermedios, señala Sartori, son el ‘tertium datur’ entre democracia y autoritarismo, por ejemplo. Son lo que otros politólogos han llamado los regímenes híbridos o en transición democrática. Los adversos, dice Sartori, que no dicotomizan no son excluyentes. Entre lo bello y lo feo, señala, hay lo semibello y lo semifeo. Y agrega: solo encontraremos el ‘tertium non datur’ (el ‘medio excluido’) en un solo caso: la autocracia. Democracia y autocracia son extremos opuestos, como hemos visto, que sí se excluyen entre sí.

Tiene razón Sartori: no podemos gritar y acusar a un régimen como antidemocrático porque no nos gusta esto o aquello, porque no hay suficiente Estado de derecho, libertad o igualdad. Bueno, sí podemos gritar y presionar, dice Sartori, pero más bien el alegato sería que en este o ese país hay una pobre o mala democracia, que es distinto. Así que seamos serios. Seamos serios en nuestros señalamientos.

He visto a prominentes figuras de la vida pública mexicana calificar al actual gobierno federal como totalitario. Es una acusación ridícula. Otros han usado la palabra despotismo, un tanto vaga, para indicar que no se limita por las leyes en su actuar.

Algunos de mis colegas académicos jóvenes muy simpatizantes de Morena han calificado a AMLO como alguien autoritario e intolerante. Me sorprende cómo ellos, que se asumen como demócratas, apoyan con tristeza a alguien así. A pesar de ello, coincido: en su momento pensé que AMLO era autoritario, pero también pensé que eso no convertía al régimen político automáticamente en antidemocrático. Pues se mantenía un entramado institucional democrático que rodeaba a ese individuo autoritario como ocurrió con Trump durante su primer periodo presidencial.

AMLO fue autoritario. Pero más aún fue populista, sin duda. Y Claudia Sheinbaum también continúa ese camino del populismo. Probablemente me equivoco, pero me parece que el libro ‘¿Qué es la democracia?’ no se detiene, para asombro mío, a analizar el populismo (quizás Sartori nunca imaginó venir los tiempos actuales). Valdría la pena reflexionar en otra ocasión, siguiendo a Sartori, sobre el populismo como categoría antidemocrática no excluyente de la democracia. Claro, vemos a los populistas llegar al poder paradójicamente por la vía democrática. Sin embargo, la reflexión que debemos hacer los ciudadanos es cómo el populismo es antidemocrático y cómo menoscaba los valores de la democracia.

AMLO fue autoritario, populista y, más aún, tuvo un paréntesis autocrático. Recordemos que él se autoinvistió presidente de la república cuando, en 2006, perdió las elecciones. Por fortuna, casi nadie le hizo caso y ese paréntesis vergonzoso se cerró por sí solo. En 2012 volvió a perder las elecciones. Y en 2018 su investidura como presidente fue democrática y recibió un abrumador respaldo popular. En suma, su sexenio de ninguna forma fue autocrático. Pero que quede ahí, para la historia, la autoinvestidura de AMLO de 2006.

Habría que preguntarse, más bien, si estos gobiernos, el anterior, el de AMLO, y el actual, el de Sheinbaum, han utilizado o no el sistema de justicia para perseguir opositores políticos (la lista es larga y bochornosa), para doblar a opositores, para perseguir a jueces y ministros, si han atentado o no contra la carrera judicial y contra la independencia judicial, si han atentado o no contra la inamovilidad de los jueces, lo cual es gravísimo, si han desacatado órdenes judiciales en lugar de combatirlas legalmente, si han violado o no la constitución, si esas violaciones atentan o no contra el espíritu democrático, si han atentado o no contra la separación y el equilibrio de poderes, si en ese menoscabo de los otros poderes han concentrado o no más poder, si nombraron o no a la presidenta de la CNDH violando la constitución, si han hecho o no reformas constitucionales que son violatorias de la propia constitución, si aplican reformas de manera retroactiva violando, otra vez, la propia constitución. Mi respuesta es que sí. Y mi hipótesis es que es un gobierno con elementos dictatoriales porque hay una clara y larga línea de evidencias de un poder que pasa por encima de la constitución, la viola y hace con ella lo que desea a su modo. Dictatorial, sí, y que llega al poder por la vía democrática. Democracia dictatorial. Porque tiene el apoyo popular. Tristemente. Dictatorial porque pasa por encima de la constitución gravemente, incluso de forma bravucona. Pero, en términos prácticos, sigue siendo una democracia. Una democracia aún más chafa y más deteriorada que antes. Un gobierno democrático, aunque también dictatorial. Seamos serios pues. Es triste, pero eso es.

Para Sartori, la dictadura es una categoría política que se une a otras por oposición a la democracia, como el despotismo, la tiranía, el absolutismo, el autoritarismo, el totalitarismo, la dictadura y la autocracia. Gritar, como dice Sartori, y denunciar algo que no es como nos gustaría en nuestro país, no significa que no sea democrático. Que algo, por ejemplo, no sea lo suficientemente igualitario no significa que no sea una sociedad democrática. Seamos serios, pues, con nuestras acusaciones antidemocráticas.

En su libro ‘¿Qué es la democracia?’, Sartori se detiene poco en los conceptos de despotismo y tiranía. Me parece que es así porque el despotismo está muy arraigado alrededor del siglo XVIII. Es un concepto con poco uso y vago porque alude a un poder ilimitado y, por lo tanto, puede confundirse con el absolutismo. En términos igualmente históricos, se utiliza la expresión ‘despotismo ilustrado’ para aludir a los monarcas que estaban dotados de poder absoluto, pero que aplicaban medidas ilustradas para su época. Hoy, en el lenguaje popular, despotismo o despótico hace referencia a una conducta o persona arbitraria.

En cuanto a la tiranía, Sartori –otra vez– se detiene poco en el término. Hace referencia a la famosa distinción, típicamente medieval, entre tiranía por usurpación y tiranía por ejercicio. Es decir, la tiranía supone un poder que es ilegítimo ya sea porque el tirano usurpó la corona o porque, habiendo accedido legítimamente (por derecho hereditario o por elección), su ejercicio del poder se torna tan extremadamente cruel que es considerado como ilegítimo. De hecho, la tiranía se remonta a la antigua Grecia y ya desde entonces apuntaba a la idea de una persona que se hacía del poder ilegítimamente con resultados a veces despiadados y otras veces afortunados.

En lo que respecta al autoritarismo, en mi opinión, Sartori incurre en rodeos. Los aspectos más interesantes de ese apartado del libro consisten, me parece, en destacar que la palabra autoridad está irremediablemente ligada a la noción de un poder dotado de legitimidad: tú eres una autoridad sobre mí en la medida en que posees legitimidad; careces de verdadera autoridad cuando careces de esa legitimidad. Lo pensamos o se lo decimos a los policías, a los políticos e incluso a ciertos familiares.

Si revisamos el ‘Diccionario de política’ de Norberto Bobbio, otro clásico italiano de la ciencia política, descubriremos que el autoritarismo se extiende a confines psicológicos. El autoritarismo resulta ser la expresión social –a nivel macro– de concepciones individuales que priorizan valores de jerarquía y verticalidad, y de adulación del poder y del superior, y desdén por el subordinado, frente a otros valores que privilegian la horizontalidad e igualdad, como ocurre en la democracia. El autoritarismo, por su énfasis en estas características (la jerarquía, la verticalidad, la adulación por el superior y el desdén por el inferior), es –en esencia– excluyente, mientras que la democracia es incluyente.

Pero volviendo a Sartori, la parte que más me gusta, al menos de ese apartado del libro, es cuando aborda el totalitarismo, la dictadura y la autocracia. A veces, es un poco penoso ver que un académico utilice, sin rigor, la palabra totalitarismo como equivalente de autoritarismo. Tanto el totalitarismo como el autoritarismo fueron acuñados por el fascismo como palabras apreciativas, no peyorativas. Pero el totalitarismo alude a una forma extremadamente cruel de ejercer el poder, relativamente moderna, que solo se ha vivido en algunos lugares del mundo, como la Alemania nazi y la Unión Soviética (pero también en Cuba o en Corea del Norte). Se trata de la anulación del individuo y la presencia total del Estado (de ahí ‘totalitarismo’). La violación de derechos individuales, lo que se conoce como El Terror y el Estado policíaco, el espionaje de la vida cotidiana, la vigilancia e incluso acusación de los vecinos, el partido único, la ideología (es decir, creencias falsas como base del régimen: la raza aria, la dictadura del proletariado, etc.), el monopolio de los medios de comunicación y su uso propagandístico, son algunos de sus rasgos.

Finalmente llegamos a la dictadura. Como es bien sabido, la dictadura se originó en la antigua Roma y consistía en un cargo de emergencia que se otorgaba a un mandatario de forma temporal para enfrentar una crisis puntual. Pero, en la actualidad, la dictadura no significa eso. Sartori da sencillamente en el blanco con claridad: la dictadura es, en pocas palabras, aquel gobierno que pasa por encima de la constitución, la viola, hace con ella lo que desea y la hace a su modo. Por su parte, la autocracia, según explica Sartori, es autoinvestidura. El autócrata se autoproclama jefe, se autoinviste con el poder por sí mismo. Es el extremo opuesto de la democracia porque, en democracia, la investidura emana de la sociedad mediante el voto.

Esto es interesante porque todas las categorías aquí planteadas (despotismo, tiranía, etc.) son antidemocráticas. Pero, como bien explica Sartori, al ser opuestas, también puede haber puntos intermedios. ¿Es posible un régimen totalitario con respaldo popular? ¡Claro! ¿Es posible algo entre la democracia y el autoritarismo? ¡Claro también! Esos puntos intermedios, señala Sartori, son el ‘tertium datur’ entre democracia y autoritarismo, por ejemplo. Son lo que otros politólogos han llamado los regímenes híbridos o en transición democrática. Los adversos, dice Sartori, que no dicotomizan no son excluyentes. Entre lo bello y lo feo, señala, hay lo semibello y lo semifeo. Y agrega: solo encontraremos el ‘tertium non datur’ (el ‘medio excluido’) en un solo caso: la autocracia. Democracia y autocracia son extremos opuestos, como hemos visto, que sí se excluyen entre sí.

Tiene razón Sartori: no podemos gritar y acusar a un régimen como antidemocrático porque no nos gusta esto o aquello, porque no hay suficiente Estado de derecho, libertad o igualdad. Bueno, sí podemos gritar y presionar, dice Sartori, pero más bien el alegato sería que en este o ese país hay una pobre o mala democracia, que es distinto. Así que seamos serios. Seamos serios en nuestros señalamientos.

He visto a prominentes figuras de la vida pública mexicana calificar al actual gobierno federal como totalitario. Es una acusación ridícula. Otros han usado la palabra despotismo, un tanto vaga, para indicar que no se limita por las leyes en su actuar.

Algunos de mis colegas académicos jóvenes muy simpatizantes de Morena han calificado a AMLO como alguien autoritario e intolerante. Me sorprende cómo ellos, que se asumen como demócratas, apoyan con tristeza a alguien así. A pesar de ello, coincido: en su momento pensé que AMLO era autoritario, pero también pensé que eso no convertía al régimen político automáticamente en antidemocrático. Pues se mantenía un entramado institucional democrático que rodeaba a ese individuo autoritario como ocurrió con Trump durante su primer periodo presidencial.

AMLO fue autoritario. Pero más aún fue populista, sin duda. Y Claudia Sheinbaum también continúa ese camino del populismo. Probablemente me equivoco, pero me parece que el libro ‘¿Qué es la democracia?’ no se detiene, para asombro mío, a analizar el populismo (quizás Sartori nunca imaginó venir los tiempos actuales). Valdría la pena reflexionar en otra ocasión, siguiendo a Sartori, sobre el populismo como categoría antidemocrática no excluyente de la democracia. Claro, vemos a los populistas llegar al poder paradójicamente por la vía democrática. Sin embargo, la reflexión que debemos hacer los ciudadanos es cómo el populismo es antidemocrático y cómo menoscaba los valores de la democracia.

AMLO fue autoritario, populista y, más aún, tuvo un paréntesis autocrático. Recordemos que él se autoinvistió presidente de la república cuando, en 2006, perdió las elecciones. Por fortuna, casi nadie le hizo caso y ese paréntesis vergonzoso se cerró por sí solo. En 2012 volvió a perder las elecciones. Y en 2018 su investidura como presidente fue democrática y recibió un abrumador respaldo popular. En suma, su sexenio de ninguna forma fue autocrático. Pero que quede ahí, para la historia, la autoinvestidura de AMLO de 2006.

Habría que preguntarse, más bien, si estos gobiernos, el anterior, el de AMLO, y el actual, el de Sheinbaum, han utilizado o no el sistema de justicia para perseguir opositores políticos (la lista es larga y bochornosa), para doblar a opositores, para perseguir a jueces y ministros, si han atentado o no contra la carrera judicial y contra la independencia judicial, si han atentado o no contra la inamovilidad de los jueces, lo cual es gravísimo, si han desacatado órdenes judiciales en lugar de combatirlas legalmente, si han violado o no la constitución, si esas violaciones atentan o no contra el espíritu democrático, si han atentado o no contra la separación y el equilibrio de poderes, si en ese menoscabo de los otros poderes han concentrado o no más poder, si nombraron o no a la presidenta de la CNDH violando la constitución, si han hecho o no reformas constitucionales que son violatorias de la propia constitución, si aplican reformas de manera retroactiva violando, otra vez, la propia constitución. Mi respuesta es que sí. Y mi hipótesis es que es un gobierno con elementos dictatoriales porque hay una clara y larga línea de evidencias de un poder que pasa por encima de la constitución, la viola y hace con ella lo que desea a su modo. Dictatorial, sí, y que llega al poder por la vía democrática. Democracia dictatorial. Porque tiene el apoyo popular. Tristemente. Dictatorial porque pasa por encima de la constitución gravemente, incluso de forma bravucona. Pero, en términos prácticos, sigue siendo una democracia. Una democracia aún más chafa y más deteriorada que antes. Un gobierno democrático, aunque también dictatorial. Seamos serios pues. Es triste, pero eso es.