/ viernes 30 de agosto de 2024

El espíritu crítico: un ideal de quienes recorren las aulas universitarias

Escuchar una idiotez y repetirla, incluso con orgullo, sin reflexionar, sin reparar en ella, es una característica de lo que podemos llamar ‘estupidez’. Alguien estúpido es alguien carente de juicio crítico. En ‘Rebelión en la granja’ de George Orwell, el caballo Boxer despliega una devoción incondicional y ciega tal por su opresor que, de hecho, su lema es: ‘Napoleón siempre tiene la razón’. En esa misma novela, las ovejas asumen que el lugar dictatorial en el que se encuentran es el mejor del mundo y siguen al líder, como ovejas que son, sin pensar por sí mismas y sin comprender la situación. Lo siguen, en suma, estúpidamente.

Existen muchos ejemplos literarios que –como las célebres novelas de Orwell– se basan en brutales acontecimientos reales. Sin embargo, por ello mismo, son aún más estremecedores los casos, no literarios, sino históricos de pueblos que ofrendaron voluntariosa y gustosamente su cuello a los verdugos de gobiernos despiadados y totalitarios. El régimen de Stalin en la Unión Soviética, el de Hitler en la Alemania nazi y el de la dinastía Kim en Corea del Norte son una mezcla perversa de elementos tales como la propaganda, la adoración del líder y una forma de dominación muy brutal conocida como el ‘terror’, aderezada toda ella por una complicidad de porciones significativas de la población. De hecho, la filósofa alemana Hanna Arendt, es bien sabido, dedicó algunas de sus reflexiones más agudas a dilucidar cómo tantas personas, durante el régimen nazi, abrazaron la malignidad extrema sin ningún espíritu crítico.

Quienes se entregan a regímenes opresores, así, sin rechistar, lo hacen por su pobreza intelectual, por su ignorancia, pero también por una pobreza de valores y por una coincidencia moral: el dominador y el dominado comparten valores verticales y antidemocráticos. En ese terreno autoritario e infecundo, son aborrecidos el pensamiento crítico, el debate y algo tan elemental como la duda; en su lugar, prevalece el silencio, la intolerancia, la imposición del pensamiento único. Se agacha la cabeza, se repudian las discrepancias. Esos seres se delatan en su personalidad porque adoran al superior y desprecian a los subalternos. Así, los regímenes políticos no son sino un espejo social de rasgos psicológicos individuales.

Para los más jóvenes, estas lecciones históricas pueden parecer temporalmente lejanas. Peor aún, desde este presente democrático, pueden parecer además increíbles por su ferocidad. Sin embargo, hay otras formas cotidianas de ausencia de espíritu crítico que abundan en el mundo moderno.

Me refiero, en general, al pensamiento mágico. Es decir, la creencia de que ciertas palabras o rituales tienen el poder de transformar la realidad a pesar de que no haya una auténtica conexión causal (causa-efecto) entre el acto y el resultado deseado, sino que, por el contrario, la correlación es simplemente arbitraria (y entre más disparatada, más ridícula y más estúpida). Por ejemplo, la creencia de escuchar audios subliminales para aclarar la piel, bajar de peso o cambiar el color de los ojos. En redes sociales, abundan enseñanzas de hechizos, ‘amarres’ y encantamientos: ‘para un amarre, toma un espejo y escribe el nombre de esa persona con tu saliva usando tu dedo índice izquierdo’ (nótese que es muy importante que sea… con saliva y con ese dedo y no otro). Repetir determinada frase mientras se chasquean los dedos. Escribir el nombre de una persona en un papel, con tinta roja (muy importante que sea roja), golpear el piso con el pie y decir ciertas palabras. Abrir portales. Exponer los testículos al sol. Realizar oraciones del amor. El terraplanismo. La tecnología 5G para controlar la mente. El consumo de café introducido por el ano. Todos ellos son ejemplos reales que evidencian que la estupidez, como puede verse, puede ser infinita.

Hay charlatanes que realizan supuestas cirugías astrales. Otros instan al lavado vaginal con vinagre para combatir problemas higiénicos y de malos olores. Las manifestaciones y la ley de la atracción hacen creer a la gente que deseando y visualizando obtendrán riquezas y éxito (pasando por alto que, si bien es importante lo que pensamos y nos decimos a nosotros mismos, la acumulación acelerada del dinero no ocurre con simples deseos y visualizaciones). Quizás podríamos decir que muchas de estas estupideces tienen, además elementos de pensamiento mágico (es decir, correlaciones absurdas accionadas por actos o invocaciones verbales mágicas), rasgos de franca simplonería. Pero la realidad no funciona así; por el contrario, la realidad es compleja.

Un campesino tiene una parcela y, un día, su esposa visita la parcela justo cuando ella está teniendo su regla. Acto seguido, la cosecha se arruina. El campesino establece una correlación, culpa a su esposa y la golpea. Aunque los fenómenos A y B sí ocurrieron, la relación entre ambos es de coincidencia. No es una relación causa-efecto (pues A no produjo B). Del mismo modo que sí me curé de la enfermedad, pero no a causa de la cirugía astral a la que me sometí.

Cuando en mis clases hablo sobre la ciencia y otras disciplinas también dedicadas al conocimiento (como la filosofía, el arte y la religión), mis alumnos señalan y se ríen de ciertas creencias tales como la existencia de hombres-lobo, sirenas o vampiros. Pero siempre aparece algún testimonio que desatan debates apasionados entre ellos: ‘profe, yo sí creo en los duendes: hasta vi uno’, dice una persona. ‘Las brujas sí existen, profe, a mí me hicieron un hechizo’, remata otra.

La falla lógica de esas afirmaciones es que incurre en una falacia denominada ‘falacia de evidencia anecdótica’ que consiste en usar una experiencia subjetiva y personal como una prueba para establecer una descripción supuestamente verdadera de la realidad. Pero se pierde de vista un elemento que puede ser muy útil de la ciencia: su carácter comprobable y, con ello, su reproducibilidad. Si has visto un duende, bien valdría la pena intentar un segundo encuentro, mostrarlo al mundo, y ahí sí, forrarte de dinero.

Para el desarrollo del pensamiento crítico es muy importante –aunque no siempre indispensable– una educación científica. Entre se dé esta formación a más temprana edad, mejor. En el caso de los adultos jóvenes, en especial, aquellos que deciden continuar sus estudios, deben tomar consciencia que las universidades son, por decirlo de alguna manera, templos del conocimiento. Y, para ser más exactos, son –en la inmensa mayoría de las disciplinas– templos del conocimiento científico. A quienes les cuesta más trabajo concebirlo así es a los estudiantes y profesores de derecho. Sí, se acude a la universidad para el aprendizaje de una profesión, pero –como dije antes– también se acude para adoptar una forma científica de aproximarse al mundo: quienes estudian, por ejemplo, biología, economía, ingeniería, enfermería, sociología, medicina, todos ellos estudian ciencias. Y asistimos a las aulas para desprendernos del pensamiento mágico e incorporar el pensamiento científico.

La virtud de la ciencia es que es racional y, a la vez, comprobable. La descripción de fenómenos de la realidad, como ocurre con la ciencia, a través de afirmaciones que pueden ser sujetas a demostración, es una forma de argumentar basada en evidencia. Esta forma de argumentación supone la posibilidad de comprobar o desmentir hipótesis, contrastarlas, refutarlas. En suma, criticarlas. Lo cual genera –en un escenario idóneo– un espacio de libertad para el debate. Y en él adquieren rango de valores la discusión, el intercambio de ideas, la tolerancia y el disentimiento. De ahí que, en efecto, la formación científica pueda potenciar el desarrollo del pensamiento crítico en un individuo. Tan solo basta con imaginar el gran enriquecimiento del pensamiento crítico que han supuesto las refutaciones realizadas por los científicos en contra de creencias erróneas. Ejemplos de ello van desde Copérnico o Galileo, pasando por Newton o Darwin, hasta Einstein o Hubble, así como los inventores de vacunas, los expertos en genética o en computación.

A pesar de lo anterior, no crea el lector que sostengo la superioridad de la ciencia sobre la filosofía, la religión o el arte. Por ejemplo, aunque los caminos de la vida me llevaron laboralmente a la investigación en ciencias sociales, creo que son más bellos y edificantes los conocimientos adquiridos a través del arte. Eso sí, frente a la estupidez, la ciencia claro que es superior.

Por otra parte, es necesario reconocer que existen creencias que no dañan a nadie. Si tu religión te lleva a creer en el dios personal del catolicismo, y yo, en cambio, practico una religión que se caracteriza por no poseer un dios, en este contexto tolerante del mundo moderno, en realidad no hacemos daño a nadie. Si tú, como yo, cortabas los extremos de los pepinos y los frotabas para evitar que se amargaran, y descubriste después, también como yo, que eso no sirve de nada, pues bien, eso tampoco daña a nadie. El boxeador que realiza un gesto supersticioso antes de salir del vestidor para ganar su combate, por ejemplo, golpearse tres veces en cada muñeca y en cada tobillo, es igualmente inocuo.

Pero, fuera de esas pequeñeces, el pensamiento mágico y acrítico sigue ocupando un lugar prominente en las sociedades modernas. Ante ello, es crucial fomentar el pensamiento crítico y la educación científica en un mundo en el que las creencias y la información viajan rápidamente a través de las redes sociales. Más aún, el pensamiento crítico sería útil no solo para combatir las charlatanerías y simplonerías estúpidas del internet, sino también para combatir la era de la posverdad en que vivimos. Quienes detentan poder son conscientes, más que nunca, que la propaganda y la mentira deliberada y sistemática borran las fronteras de la verdad: cuesta más trabajo, en el ámbito político, saber qué es falso y qué es cierto. Para no adorar, como el caballo Boxer, a los opresores, ni seguir ciegamente a los poderosos, sin pensar por nosotros mismos, como las ovejas, es necesario forjar el pensamiento crítico.

Parece un lugar trillado, pero quienes detentan poder –en contextos pobremente democráticos– claro que están interesados por clausurar el disentimiento, desterrar el debate y castigar la crítica. No quieren gente proactiva, que contraste ideas, que debata, que piense por sí misma, sino que prefieren que su propia comunidad sea ignorante, pasiva, conformista, obediente. Que no alce la voz, que no incomode, que no verifique, que no compruebe. Poco importa que quien detenta el poder sea un hipócrita, lo realmente grave es que, en ese panorama, todos perdemos. La comunidad, en su conjunto, es la que pierde.

En otras columnas he explicado con detenimiento lo que es la estupidez, la cual puede entenderse –según ya he señalado más arriba– como la repetición de ideas ajenas sin siquiera reflexionar en ello. Se trata, pues, de la ausencia de juicio propio. Al respecto, puede leerse esta otra columna de mi autoría (https://www.elsoldemazatlan.com.mx/analisis/la-ambicion-estupida-10561275.html). Lo que me interesa ahondar en esta ocasión es, en cambio, en el pensamiento crítico. Aunque es un proceso mental, puede describirse más bien como una actitud. Puede decirse que consiste en la duda sistemática de hechos, creencias y afirmaciones. Y dado que es una actitud, solo se logrará enseñar en los jóvenes mediante la práctica. Se aprende a ser crítico, así, criticando. El mejor espacio para ello es el aula de clase. Se puede hablar de la realidad social y política de nuestro país, de lo que pasa en las noticias, discutir y criticar lo que ocurre a nuestro alrededor. Al paso de pocos meses, son los alumnos los que proponen temas de debate tan pronto como el profesor entra en el aula.

Ser crítico nos ayuda a reflexionar. A no repetir lo que otros dicen. A pensar por nosotros mismos. A distinguir lo que está bien y lo que está mal. Ya sea en el entorno político en que vivimos, ya sea en las redes sociales. Criticar nos invita a dudar y ver la otra cara de la moneda. Nos invita a pensar de forma sistemática en el escenario contrario: si quien dice algo, ¿acaso podría perseguir un fin contrario a aquel que quizás falsamente afirma? Si alguien hace algo, ¿en lugar de juzgar automáticamente, podríamos ponernos en sus zapatos e imaginar las motivaciones que hay detrás de su comportamiento? Dudar y someter todo a juicio crítico nos puede ayudar incluso a nuestra calma personal y emocional: imaginar otras causas, otras explicaciones, otras alternativas más empáticas sobre el comportamiento de los otros.

En resumen, para cosechar esos frutos, un camino a seguir es el de la formación científica de los jóvenes para acostumbrarlos a no creer en cualquier tonto, coach o charlatán que ven en redes sociales. Debemos enseñarles la triste lección de que, si bien toda persona tiene derecho a opinar, eso no significa que todas las opiniones sean valiosas; que solo las opiniones rigurosamente informadas –como dice Platón– son las que deben importarnos. Debemos habituar a los estudiantes a debatir y a forjar su pensamiento crítico durante su paso por las universidades. Pues una comunidad en la que no se debate, es una comunidad que, en términos cívicos, se empobrece.