Me alegraron el día –incluso varios días– los memes sobre el debate de la banda sinaloense. Me pareció que detrás de todos esos memes estaba una actitud similar a cuando nos reímos del primo o del papá tonto de la familia. Yo me puedo reír, claro, pero si un extraño se burla de él, ah no, eso sí no, me arremango la camisa, me enojo y me peleo: porque mi papá será un tonto, pero es ‘nuestro’ tonto, el tonto de mi familia y nadie se mete con ella.
Nos ofendimos –¡claro!– con la presunta prohibición de las bandas en las playas de Mazatlán, pero después de ello nos entregamos al refinado y elegante arte de burlarnos de nosotros mismos. Cosa, además, muy sana –sobra decirlo–. Por ejemplo, un meme de Will Smith haciendo cara de asco con un texto que dice: ‘Todos fingiendo que les gusta la banda nada más para molestar a los gringos’. Otro meme en el que Homero Simpson dice: ‘Solo yo puedo decir que la banda está culera’, y después agrega, señalando a Bart (que tiene encima un mapa de Latinoamérica): ‘¡Y tal vez el muchacho!’. Otro meme de Malcolm el del medio en el que Francis afirma: ‘Tiene que haber algo a lo que la gentrificación le tema’ y el papá de Stevie responde: ‘¡Música de banda!’. Un meme Tommy Pickles de ‘Rugrats’ viendo al techo mientras piensa: ‘Yo soñando que la CDMX se llene de bandas, y los gentrificadores se regresen a su país provocando que bajen las rentas y con ello vivir mi sueño de rentar en Itztapalapa’.
Mis estimados y anónimos lectores me corregirán, pero hasta donde me informé, pasó lo siguiente. Los empresarios hoteleros solicitaron que se pusiera orden en el tema del ruido que provocan las bandas en las playas de Mazatlán. En especial, Ernesto Coppel dijo que el desorden de las bandas hacía parecer a Mazatlán un ‘destino chafa’. En respuesta, el gobierno municipal retomó el tema y procedió a imponer un orden. El resto lo conocemos todos: las protestas de los músicos obligaron al gobierno municipal a recular.
Reconozcámoslo sin más rodeos. Una cosa tal como prohibir la música banda en las playas es un absurdo y una estupidez. En primer lugar, los músicos necesitan trabajar, ganar dinero y llevar comida a sus casas. Prohibir la música es impedir el sustento de esas personas. En segundo lugar, la música banda es consustancial a la cultura sinaloense. Prohibir la música es negar la cultura propia. En tercer lugar, por razones igualmente culturales y obvias, nuestro estado produce músicos y hay una pequeña industria musical, eso supone que hay demanda de la sociedad y una oferta musical; sin embargo, no todos los músicos alcanzan la fama. Mientras llega –o en la esperanza de que algún día llegue– deben buscarse el pan de cada día. De ahí que la prohibición resulte incluso hasta insensible y creo que, por lo tanto, podemos llegar al consenso de que debe ser repudiada.
Sin embargo, ello no significa que sea innecesario aclarar y debatir otros aspectos derivados de esta cuestión. Por ejemplo, hay quienes presentan el tema como un falso dilema: un dilema entre privilegiar, por un lado, a los turistas extranjeros (y adaptarnos a ellos por derrama económica que suponen), o bien, por otro lado, privilegiar la cultura local. Pienso que, planteado en esos términos, es –repito– un falso dilema, pues ello implica una visión errónea que no beneficia a nadie: el discurso nacionalista de oponer lo extranjero a lo local. El tema de las identidades y los movimientos identitarios (el nacionalismo es por definición un sentimiento de identidad) me aburre. Mientras no se rompa la barrera del respeto, la defensa de lo mexicano frente a lo no mexicano –sobre todo en una educación sentimental mexicana tan nacionalista y cursi– me da igual.
Otro aspecto que, creo, debe aclararse es el siguiente. El triunfo de la causa de los músicos se convirtió, me parece, en un triunfo cultural en favor del ruido. O dicho de otro modo: del ruido que no respeta a los demás. Así como cité, más arriba, al excelso Ernesto Coppel, ahora debo citar al eximio cantante sinaloense ‘El Coyote’, quien dijo: ‘los pulmoneros pónganles más bocinas a las pulmonías, a las aurigas, gánense el pan de cada día como ustedes quieran, que se moleste quien se moleste, el señor tiene muchas casas, [Coppel] se puede ir a Cancún, a Puerto Vallarta, a los Cabos, a donde él quiera, se me hace que a las personas ya con dinero y con esa edad les molesta hasta respirar’.
Si el tema de las bandas deriva en una defensa del ruido, es decir, en un: ‘es que así somos aquí’ o ‘aquí somos ruidosos’, flaco favor nos hacemos, no frente a los fuereños, sino entre y a nosotros mismos como ciudadanos mazatlecos. Peor aún si deriva en un: ‘y si no te gusta (el estruendo), mejor ni vengas’. Porque me parece que sí hay un problema de ruido, en general, en Mazatlán.
Hay pulmonías y aurigas que circulan por espacios vecinales a altas horas de la noche con la música a reventar. Hay carros particulares que se pasean por el malecón y otras calles de la ciudad con el volumen tan alto que llegan a causar dolor en los oídos de los peatones –y de verdad que no entiendo, para quienes van en esos carros, el sentido de llevar el volumen tan fuerte–. En uno y otro caso cabe recordar que hay normativas que indican el número máximo de decibelios que aseguran la convivencia y el respeto entre ciudadanos. Tengo un amigo que cada fin de semana sufre las fiestas a todo volumen que organiza un vecino suyo y que se extienden a horas prohibidas por la propia junta de vecinos que se conformó. Yo veo eso, volteo al cielo y agradezco que la mayoría de mis vecinos sean personas mayores que nunca hacen ruido (e intento devolver la fortuna nunca poniendo música muy fuerte y ayudándoles con tanto cuanto favor me piden). Tengo otro amigo que, desde el viernes hasta el domingo, no puede descansar porque retumba la música de la marisquería de la esquina. A veces paseo por la ciudad y veo casas en las que la gente escucha la música a reventar y pienso: ¡Dios santo, qué fortuna que no comparto muro con esa persona!
No se imagine usted que soy un amargado que odia la fiesta y la felicidad de la gente. No soy un Grinch. Me gusta la fiesta y el alcohol. Me alegra cuando veo a mis vecinos haciendo una fiesta; a decir verdad, siempre son fiestas para sus hijos pequeños, los niños corren por el patio frontal que da a la calle, rentan un puesto de hotdogs que se pone en la banqueta, se escucha la algarabía y quizás lo que más me llama la atención –comentario aparte– es que la música es realmente infantil. Ponen música, pero nunca a deshoras, el volumen es alto, pero nunca retumba.
Prohibir la música banda en las playas de Mazatlán es una medida repulsiva que merece el rechazo de la ciudadanía. Sin embargo, un buen gesto ciudadano sería reconocer tres cosas. En primer lugar, que el gobierno en realidad no las prohibió, sino que ordenó la regulación de dicha actividad en las playas y el registro de esas bandas ante el ayuntamiento (además, eso sí, con fines muy probablemente recaudatorios, lo cual en teoría me parece bien). En segundo lugar, reconocer que el gran error fue de Ernesto Coppel por publicar ese video que constituye un terrible ejercicio de comunicación (por parte de un empresario supuestamente muy experimentado), pues si bien él tampoco planteó la prohibición de las bandas y se limitó a decir que la situación era un desastre, sí hizo dos cosas que hirieron la sensibilidad de la población: se refirió a Mazatlán como un ‘destino chafa’ y pareció preocuparse más por el bienestar de los extranjeros que el de los locales. Yo no me tomo personal ni una ni otra cosa, pero acepto que discursivamente fue una torpeza y un suicidio en términos del propósito que buscaba. En ese sentido, el gobierno también cometió un error, pues debió esperar a que se enfriara la molestia ciudadana antes de pronunciarse sobre el tema.
En tercer lugar, debemos reconocer la inclinación que hay en Mazatlán por no respetar a los demás ciudadanos generando ruido excesivo. Mi afirmación puede parecer exagerada para el lector, pero sí hay gestos de buena y mala ciudadanía. Tirar basura en la calle, poner diablitos y robarte la electricidad del vecino, escupir en la calle –sobre todo frente a las mujeres– o poner música egoístamente tan fuerte que haga retemblar las ventanas de tu vecino, son todos ellos gestos de mala ciudadanía.
Considerando que México es un país marcado por el deterioro social de la violencia, la inseguridad, los homicidios, los secuestros, los feminicidios, la delincuencia organizada, la corrupción, la indiferencia y el egoísmo, bien valdría la pena reflexionar constantemente sobre qué es ser un buen y un mal ciudadano. No porque usted y yo seamos necesariamente buenos ciudadanos, ciudadanos perfectos, sino porque seguramente no lo somos, es que es valiosa esa reflexión, para mejorar la convivencia que tanta falta nos hace en este país. Y no digo que con ello se vaya a resolver ese deterioro. Pero sí que es importante que, ante esos retrocesos, los ciudadanos respondamos con la civilidad, con el respeto a los derechos de los otros y con la cortesía de la buena ciudadanía entre unos y otros.