Una vez vi a alguien tomarse muy personal un partido de fútbol entre México y Estados Unidos. Era algo sutil: despotricaba, por aquí y por allá, contra los estadounidenses como quien se queja prejuiciosamente de los españoles o de los argentinos. En cualquier caso, la inminente derrota era, para él, casi una ofensa a la dignidad nacional. Pensé que se trataba de una cierta sensibilidad que desarrollamos los mexicanos o que, más bien, se nos enseña. El partido de repente parecía una especie de revancha histórica. Una herida nacional por la pérdida de California, Nuevo México, Texas y más.
Claro, la historia de la relación entre México y Estados Unidos está marcada por conflictos, invasiones y un notable desequilibrio de poder. Y, claro, fue un suceso traumático para una endeudada, caótica y recién nacida nación mexicana a la que se le cercenó más de la mitad del territorio. La guerra fue injusta, abusiva. Fue un despojo. La bandera estadounidense se izó en Palacio Nacional. Nicholas Trist, el diplomático estadounidense que negoció y firmó el tratado de paz con México, confesó años después sentir vergüenza por su propio país y empatía por el nuestro.
Sí, todo ello es cierto, pero es parte del pasado. Proyectarlo hacia el presente en forma de emociones es, me parece, una expresión de inmadurez como sociedad. Pues revela un complejo y explico por qué. El resentimiento es un rencor u hostilidad por una ofensa y que se caracteriza por perdurar en el tiempo. Quien se presenta frente a otro dolido o humillado –resentido– se coloca en una posición de desventaja. Zelenski, jefe de la nación ucraniana, se encara a Rusia no desde el resentimiento, la humillación o la inmadurez, sino con valentía y como un igual ante una herida sin duda abierta. Y creo que ahí está la diferencia: ¿nuestras heridas históricas mexicanas están aún abiertas o cerradas? ¿Debemos encararlas desde el resentimiento o debemos interactuar en un plano de igualdad?
En 2019, el entonces presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, pidió al rey de España que se disculpara por los abusos cometidos durante la conquista. Después se convirtió literalmente en una exigencia. Luego acusó a actuales empresas españolas de ver a México como tierra de conquista y saqueo. No somos colonia de nadie, solía decir. Más tarde comparó a los empresarios españoles con Hernán Cortés. Posteriormente decidió una falsa suspensión de relaciones entre México y España. Esas descalificaciones del expresidente mexicano, con tantos elementos en común como un arco constante, revelan más bien que quien tiene una herida abierta y un resentimiento es él. En un vídeo sobre el tema, su esposa hace referencia a la noche triste (la ocasión en que Hernán Cortés perdió una batalla) y él corrige diciendo: “¡la noche alegre!”. Mientras él reivindica “alegría”, a mí ese hecho no me provoca ni tristeza ni regocijo del mismo modo que las batallas de Hammurabi contra Eshnunna no me generan ni una cosa ni la otra (aunque leo historia con gran interés). El expresidente continúa diciendo, en el video, que la disculpa es necesaria para reconciliarnos. Sin embargo, temo que quien no está reconciliado con el pasado es él.
No puedo seguir esa lógica. La verdad es que no puedo imaginar a los franceses exigiendo disculpas a los italianos por lo que los romanos hicieron con los antiguos galos. Eso no quiere decir que nunca sea necesario pedir disculpas por los errores del pasado. Por ejemplo, en 2008, el primer ministro de Australia ofreció una disculpa formal a los pueblos aborígenes por los abusos cometidos, una herida aún abierta en la sociedad australiana. O bien, el rey de Bélgica pidió perdón por las atrocidades cometidas en el Congo.
No obstante, nadie forzó al primer ministro australiano a disculparse. Si el rey de España se disculpara “motu proprio” me parecería un ademán, sí, de gentileza, porque esa herida entre españoles y mexicanos está cerrada. Me parece ridículo renegar de nuestras propias raíces (tanto españolas como indígenas), peor aún, dolernos de los acontecimientos que nos crearon, pues el fruto es ese: los mexicanos. Somos mestizos (lo somos la inmensísima mayoría en alguna medida). Y quien reniega de su mexicanidad reniega de sí mismo. Los siglos han cerrado esa herida y los siglos han hecho que la lengua española haya adquirido una madurez y una estabilidad universalizante: mexicanos, peruanos, españoles y argentinos hablamos entre nosotros y, a pesar de diferencias pintorescas, nos entendemos perfectamente. Qué decir de la comida, mezcla indígena y española. Nuestros nombres son Sebastián, Manuel... y nuestros apellidos son Hernández o López. México es el país con el mayor número de hispanohablantes en el mundo. Somos la 12ª potencia económica del mundo (por encima de cualquier otro país hispanohablante, incluyendo España).
Creo que no debemos presentarnos frente a los españoles con resentimiento (“un rencor u hostilidad por una ofensa pasada y que se caracteriza por perdurar en el tiempo”, ni necesitamos decirles “vamos a reconciliarnos”, como dijo AMLO; me imagino a los españoles, por cierto, muy preocupados con ese pendiente). Hasta me parece ridículo decir lo obvio: debemos hablar con los españoles no con resentimiento, sino como iguales. Como iguales y como amigos.
Claro, la conquista supuso la dominación de un pueblo sobre otros. Estableció un sistema de sometimiento y la explotación de seres humanos y de recursos naturales. Se instauró un esquema de castas, de jerarquías raciales, que excluían injustamente de derechos. Hubo abusos y maltratos. Todo eso fue lamentable y quienes más lo sufrieron fueron los indígenas.
Aunque México es una nación muy joven, con apenas 200 años de existencia, es a la vez adulta y, por lo tanto, responsable de sí misma. En lugar de mirar con condescendencia a nuestros pueblos originarios, pues eso es lo que hacen quienes practican el indigenismo, y en lugar de apuntar el dedo flamígero hacia los españoles, deberíamos hacernos responsables –nosotros los mexicanos– por los diferentes sectores de la sociedad que viven en exclusión y pobreza. Creo que es una verdad universal que quien es responsable de algo y opta por culpar a los demás, refleja un carácter de inmadurez.
En días recientes, en la toma de protesta de la presidenta Claudia Sheinbaum, se cometió la descortesía –y en el fondo bravuconería– de no invitar al rey de España, pero sí al resto de jefes de Estado del mundo. En respuesta, el presidente de España, quien es simpatizante de Morena y de los gobiernos de izquierda de América Latina, aseguró que ello constituía una exclusión “inaceptable”. El gobierno español decidió no enviar a ningún representante (y aunque acudieron algunos diputados por cuenta propia, ello no fue en representación del Estado español). Cuando vi eso inmediatamente pensé que, en México, unas personas toman sus resentimientos y los proyectan sobre bienes que no son personales, sino públicos, apropiándoselos y convirtiendo un problema personal en un problema nacional, cuando más bien, por encima de las rencillas, deberían prevalecer la institucionalidad, los protocolos y la cortesía.
La presidenta Claudia Sheinbaum explicó que la exclusión del rey de España se debió a que el monarca no dio respuesta a la carta de petición de disculpa que en su momento envió su antecesor. O sea, ante esa “falta” de respeto, otra falta de respeto. La carta de AMLO decía que a 500 años de los hechos (reproduzco solo algunos fragmentos): “…que aún generan encendidas polémicas en ambos lados del Océano… Sin afán de ahondar en ellas [pero sí lo hace]… el asesinato de Cuauhtémoc… se construyeron templos católicos sobre las antiguas pirámides… se impuso la lengua castellana… [y después de un largo listado de ofensas…] el Estado que presido no pide un resarcimiento del daño… ni tiene el propósito de proceder de manera legal [¿?]… [pido] que el Estado español admita su responsabilidad por esas ofensas y ofrezca disculpas o resarcimientos políticos que convengan. Por ese motivo… las actuales autoridades mexicanas elaboran un pliego de delitos que exhibirán ante el Reino de España… Para la nación que represento es de fundamental importancia… invitar al Estado español a que sea partícipe de esta reconciliación histórica”.
¡Pff! ¿Quién respondería semejante tontería? ¿Reconciliación entre ambas naciones o reconciliación de un hombre con sus traumas? Estamos ante un documento histórico, pero por muy penosas, malas y tristes razones.
Creo que, para fines persuasivos, pude terminar aquí esta columna. Pero prefiero dar un respiro y suavizar las cosas. Prefiero invitarte –estimado y anónimo lector– a que cambiemos esa sensibilidad, esa educación sentimental cursi y resentida. No tomarnos esas heridas históricas de forma personal. Ni tú ni yo somos aquellos aztecas conquistados ni aquellos castellanos conquistadores. Deberíamos como mexicanos, más bien, tomar las riendas de nuestros gravísimos problemas actuales: la violencia, la barbarie, la concentración del poder, el retroceso democrático, el pobre crecimiento económico, la exclusión social y el inaceptable sistema de salud.
La famosa carta histórica dice al final: “Me alienta el propósito de superar en forma definitiva los desencuentros, los rencores, las culpas y los reproches que la historia ha colocado entre los pueblos de España y México, sin ignorar ni omitir las ilegalidades y los crímenes que los provocaron”.