En esta columna, deseo establecer una relación entre las falacias y la idiotez. Pero, para ese fin, me gustaría partir de mi columna anterior. En ella explicaba que la estupidez consiste en la repetición de ideas ajenas sin reflexión alguna. Repetir sin juicio propio lo que dicen quienes detentan poder –y lo ejercen incluso perversamente–, o bien, repetir sin juicio propio las locuras que dicen los charlatanes y tontos de redes sociales. Si bien no es un problema exclusivo de nuestro tiempo, en la era del internet y del auge de los gobiernos populistas, la ausencia del pensamiento crítico encarna potencialmente un problema para la democracia por la inmediatez con que se propagan las mentiras en el ámbito político y las estupideces en el ámbito social sin siquiera un velo de duda.
Pues bien, si en eso consiste la estupidez, veamos qué es la idiotez en el sentido original de la palabra y sus implicaciones también en el mundo actual. La palabra ‘idiota’ surgió entre los antiguos griegos y designaban con ella (‘idiotés’) a la persona interesado solo por sí misma e indiferente a su entorno, el individuo despreocupado, ajeno –y hoy agregaríamos: desinformado– de lo que ocurría en su propia comunidad. Para los antiguos atenienses, no existía mayor orgullo que participar en esa forma de gobierno llamada democracia. Así, el ciudadano que no participaba en los asuntos públicos era visto como un inútil.
Cuando los atenienses observaban a las sociedades de otras culturas gobernadas por tiranos, no podían evitar sentir un orgullo por su forma de vida. Ellos eran ciudadanos, no súbditos. Vivían en libertad, no en opresión. Se gobernaban mediante las leyes, no por la arbitrariedad. Poseían el derecho y la libertad de participar en los asuntos públicos de su comunidad, mientras que en otras culturas los súbditos eran excluidos en la toma de decisiones.
Por eso, una persona que no participaba, que vivía encerrada en sí misma, era vista como un parásito. El idiota, en aquella época, era pues el interesado solo en sí mismo. La raíz ‘idios’ hace referencia precisamente a lo propio, a lo de uno mismo. Palabras como idioma (la lengua propia o que habla uno) o idiosincrasia (la personalidad propia o rasgos de la comunidad nuestra) poseen esa misma raíz.
Tal era su concepción democrática y su visión del mundo que los atenienses se creían particularmente bendecidos por sus dotes racionales y para el debate público. Los otros pueblos les parecían bárbaros. Creían además que un ciudadano, para involucrarse en los asuntos públicos, debía ser un buen orador y saberse expresar en público para argumentar y persuadir en la plaza pública. Por lo tanto, todo buen ciudadano debía estudiar retórica como parte de su formación juvenil más elemental. Por otro lado, los griegos además desarrollaron una disciplina llamada lógica que estudia las estructuras del pensamiento, es decir, una disciplina que nos ayuda a pensar, a razonar correctamente. De hecho, mucho después, durante la Edad Media, la enseñanza de estas disciplinas se institucionalizó en las universidades. Todo joven universitario medieval estudiaba –entre otras disciplinas del trivium y quadrivium– retórica y lógica.
Sobra decir que los antiguos griegos crearon la democracia, la historia, la filosofía y la teoría política. En general desarrollaron una aproximación científica del mundo. De ahí que sus dotes para explorar científicamente la realidad, para debatir de forma racional y organizar democráticamente su sociedad, no sean un mero alarde de superioridad, sino una virtud que debemos reconocer y que aspiramos a imitar.
Dentro del estudio de la lógica, los griegos reconocieron la existencia de razonamientos que parecen válidos, pero que en realidad no lo son. Se conocen como falacias. Se suelen distinguir las falacias formales e informales. Las primeras son aquellas en que el error del razonamiento radica en su forma o estructura. Por ejemplo, existe una estructura de razonamiento llamada ‘modus ponens’ que adopta la forma siguiente: ‘Si A entonces B. A. Por lo tanto, B’. Durante mis años como profesor yo he observado que ‘si llueve, entonces mis alumnos no vienen a clase. Hoy, por ejemplo, llovió. Y, por lo tanto, mis alumnos no vinieron a clase’. Aunque yo me sorprendo a cada ocasión por su comportamiento, en cambio, mis alumnos me responden con un ‘obvio, profe’, y hasta rematan con tono alegre, ‘¡es lógico!’. Hasta ahí todo bien (no con su comportamiento, sino con la estructura de su razonamiento). El problema surge cuando nos enfrentamos a una falacia formal que se llama ‘falacia por afirmación del consecuente’ en el que se sigue aparentemente una estructura del tipo modus ponens, pero no se respeta: ‘si llueve, mis alumnos no vienen a clase. No vinieron. Por lo tanto, llovió’. Es muy común que las personas incurran en esta falacia, pues en lugar de afirmar la condición que da lugar a la consecuencia, se afirma el consecuente como causa del antecedente. Pero no funciona así, ya que la lluvia no es la causa exclusiva de la ausencia de alumnos. Un estudiante de lógica o argumentación advertirá que, si bien las premisas son verdaderas, el problema es que la conclusión que intenta desprenderse no es, en este caso, verdadera.
Este es un solo ejemplo de una falacia formal. Por su parte, las falacias informales son aquellas cuyo error no se encuentra en la estructura del razonamiento sino en los contenidos. En estas, el error suele derivar de premisas que no son adecuadas para conducir a la conclusión. De ahí que un buen antídoto consista en proceder a la inversa: comprender la conclusión y, después, revisar cuidadosamente la corrección de las premisas. Hay una infinidad de falacias informales, pero algunas de las más comunes son: ad hominem, ad ignorantiam, ad populum, ad verecundiam, ad misericordiam, ad baculum, entre otras.
La falacia ad hominem o apelación a la persona es tristemente tramposa porque no se refuta la verdad que plantea el interlocutor, sino que se ataca su persona. Mi tía panista dice: ‘ni le hagan caso a Miguel porque es marihuano’, como si los marihuanos no pudiesen detentar verdades. O mi amigo morenista desacredita a Loret de Mola solo por ser Loret de Mola sin refutar los argumentos de dicho periodista.
La falacia ad ignorantiam o apelación a la ignorancia consiste en aceptar la conclusión por el hecho de que no se ha demostrado lo contrario. De tal forma que la ignorancia de algo pretende ser prueba de su verdad. Por ejemplo, un estudiante de la UACh, autoproclamado duendólogo y experto en magia negra, sostiene ante sus compañeros la existencia de diminutos seres monstruosos comunes en su pueblo. Entre las objeciones de sus compañeros, el estudiante en cuestión defiende la existencia de dichos seres con una sentencia categórica: ‘claro que existen, ¡tan es así que yo mismo los he visto!’ (incurriendo por cierto en una ‘falacia de evidencia anecdótica’ que consiste en usar una experiencia subjetiva y personal como una prueba para establecer una descripción supuestamente verdadera de la realidad). Ante ello, uno de sus compañeros pide pruebas; otro lo secunda y agrega que las personas que hacen afirmaciones son quienes tienen la carga de la prueba, por lo que el estudiante –acorralado– responde diciendo: ‘yo lo vi, y si tú no crees, tú demuestra que no existen’. Y le replican: ‘pero, ¿cómo voy a demostrar algo que no existe?’, y remata el estudiante con tremenda joya ad ignorantiam: ‘pues sí, sí existen, porque no se ha demostrado que no existen’.
La falacia ad populum o apelación al pueblo consiste en que, para que algo sea considerado verdadero o aceptado, se recurre al pueblo moviendo sus deseos. Dado que el pueblo y las emociones del pueblo son el parámetro al que se apela, por extensión la voluntad del pueblo es sinónimo de verdad: si lo quiere el pueblo es bueno o verdadero. Es el recurso fundamental de los demagogos: inventan enemigos y dividen a la sociedad en bandos: el pueblo puro, al cual apelan, y la élite corrupta.
La falacia ad verecundiam o argumento de autoridad supone que algo es verdadero porque lo dijo cierta persona o fuente dotada de prestigio. Es muy común ver en redes sociales afirmaciones falsas constantemente acompañadas de frases engañosas como: ‘está probado científicamente’, ‘lo dice un estudio científico’ o –en el extremo del prestigio– ‘lo dice un estudio de Harvard’ aunque dicho estudio no exista. Y la gente miente así por el peso de demostrabilidad que posee la ciencia. Ahora bien, este argumento no siempre es falaz, de ahí que lo llamemos ‘argumento de autoridad’ y no ‘falacia de autoridad’. A veces es imposible constatar todo de primera mano y, en nuestro desconocimiento, confiamos en lo que dice el médico prestigioso, el académico prestigioso, la universidad prestigiosa o la ciencia. En términos socráticos, confiamos en el que sabe y es probable que acierte.
La falacia ad misericordiam consiste en apelar a la misericordia para que se acepte una conclusión, pretensión o situación. Se emplea en muchos ámbitos: desde el estudiante en la escuela hasta en la esfera jurídica cuando se solicitan tratos diferenciados por razones de salud o vejez que, en el fondo, apelan a la consciencia y compasión por las dificultades de los demás.
Por otra parte, tenemos la falacia ad baculum o apelación a la fuerza. Imagina que trabajas en una institución pública, sujeta a un escándalo, y un medio te entrevista para conocer tu opinión. A pesar de que la institución clama que en ella reina la libertad de expresión y la pluralidad, te amenazan con el despido porque repudian el escrutinio y el libre debate público. Si observas, la institución no refutó tu argumento (bien habría hecho en demostrar los errores y falsedades de tu argumento), sino que apeló a la presión o intimidación. Así, Galileo fue castigado, pero no refutado, y se le atribuyó la famosa frase: ‘Y sin embargo se mueve’ para mostrar que un hecho es verdadero aunque se niegue. En fin, existen muchas falacias más como la generalización apresurada, la petición de principio, la falsa equivalencia, el hombre de paja y otras que, no siendo propiamente falacias, son formas engañosas de pensar, tales como el sesgo de confirmación.
Conocer y saber identificar falacias no solo es útil para nuestra vida personal y profesional, sino que también es fundamental para la buena salud de una democracia. Vivimos una época en la que, más que nunca, abundan las falacias en el terreno de la política. Me refiero, en especial, al fenómeno conocido como ‘posverdad’ y que ha ganado impulso con el surgimiento de gobernantes populistas. La posverdad es la mentira sistemática con el propósito manipular y anular la distinción entre lo que es verdadero y lo que es falso. Los simpatizantes de esos políticos, como Trump o AMLO, los justifican y creen que son simples provocadores, pero no, son demagogos de la posverdad que han convertido a la comunicación política en propaganda, en los otros datos.
López Obrador elude cuestionamientos y descalifica a los periodistas. A lo largo del sexenio reviraba preguntando a los reporteros para qué periódico trabajaban, ellos respondían ‘Reforma’, ‘El Universal’, ‘Latinus’, y AMLO replicaba ‘ah, son muy mentirosos ustedes’, con la perorata de siempre, ‘calumniadores, corruptos, pasquines inmundos, Claudio X. González, García Luna’. El problema no es solo que los poderosos sean renuentes a la crítica, sino que ad hominem ataquen a sus interlocutores y rehúyan preguntas serias (como los sobres amarillos, la mamá del Chapo, los muertos por covid, la estafa de Segalmex, etc.). Los populistas se caracterizan por su intolerancia y descalificación de los periodistas e intelectuales, los cuales realizan en la sociedad, a veces bien, a veces mal, una función crítica. En lugar de refutar los argumentos, AMLO respondía con preguntas: ‘¿quién lo dice? ¿El periodista Jorge Ramos? ¿Loret? ¿Casar? ¿Los intelectuales Enrique Krauze, Aguilar Camín? ¿Qué periódico? ¿El Reforma?’.
Ante las declaraciones muy comprometedoras de una embajadora nombrada por el propio AMLO, el presidente descalificó tales declaraciones porque fueron realizadas en una entrevista con León Krauze, hijo de Enrique Krauze, y dijo ‘¿Quién la entrevistó? Como tú mismo lo estás señalando, León Krauze, pues es enemigo de nosotros… están molestos… eran los predilectos… todo lo que reportan es en contra de nosotros’. Lo mismo ha hecho AMLO con descalificaciones ad hominem incluso en contra de la ONU. Porque osan criticarlo, a juicio del presidente esas organizaciones internacionales son hipócritas. ‘¿Qué hizo la ONU? Nada. ¿Qué hicieron cuando García Luna?’, dijo AMLO. Pero, ¿qué hizo la ONU durante los gobiernos de Calderón y de Peña? Lo mismo de siempre: expresar su preocupación por la violencia y publicar informes sobre las graves violaciones de derechos humanos en México.
Lo mismo pasa con los simpatizantes y defensores de Morena. Mi amigo morenista que descalifica ad hominem a Loret de Mola por ser Loret de Mola sin refutar el argumento de ese periodista, me dijo en aquella misma ocasión ‘además yo sé de esas cosas porque yo estudié comunicación’, sin darse cuenta que con ello incurría además en una falacia ad verecundiam o apelación, en este caso, a su propia autoridad por haber estudiado comunicación. En redes sociales, veo a un simpatizante de Morena descalificar a Miguel Carbonell, pues de nuevo, en lugar de refutar su planteamiento sobre el panorama político mexicano, opta por el insulto: ‘Ay Miguelito, cada vez te noto más hambriento de hueso’. Jenaro Villamil, un funcionario morenista, dice: ‘Para no olvidar: la actual ministra presidenta de la SCJN, Norma Lucía Piña Hernández llegó en 2015 al máximo tribunal del país con el apoyo del consejero jurídico del peñismo Humberto Castillejos, excuñado de Luis Cárdenas Palomino brazo derecho de García Luna’. Así, en lugar de refutar las ideas o argumentos de la ministra Piña, Villamil la descalifica en su persona por asociación con García Luna.
Abro Twitter y veo a Fernández Noroña descalificar a un expresidente que recomendaba un artículo de un muy buen columnista, Jesús Silva-Herzog Márquez, y por extensión descalificó también al columnista. Fernández Noroña le dijo: ‘Si lo recomiendas tú, lo dudo’. Sin embargo, uno como ciudadano debe tomar en cuenta que la columna periodística en cuestión podría ser buena (y lo era) y, sin embargo, Fernández Noroña la descalifica (la columna) por el mensajero (el expresidente). Otro morenista (ahora exmorenista), Gibrán Ramírez, acusa en redes sociales que quienes lo atacan y lo vuelven trending topic son calderonistas, seguidores de la política de guerra y de ‘la peor política, la más asesina, mezquina, racista. Entre más me atacan, más digno me siento. Así, cien contra uno me parece justo’, sentenció. Sin embargo, incurre en la falacia de generalización apresurada, pues asume que si lo critican es porque esa crítica es mala y proviene de los calderonistas, sin considerar que las críticas quizás sean rigurosas, provenientes de personas apartidistas. Es decir, acusa que lo descalifican y responde descalificando ex ante.
Otro morenista, Hernán Gómez Bruera, reaccionó ad ignorantiam a un argumento de Carlos Bravo Regidor. Este último había dicho: ‘La patraña del fraude electoral de 2006 es la mentira fundacional del régimen de post verdad de López Obrador’. Ante lo cual, Hernán Gómez respondió que habrá un velo de fraude porque no se demostró que no hubo fraude. Claramente, una falacia –repito– ad ignorantiam.
El propio AMLO incurre en falacias de falso dilema. Ante el cuestionamiento de un periodista sobre la ministra de la Suprema Corte, Yasmín Esquivel, que de acuerdo con la UNAM plagió su tesis de licenciatura (con lo cual estaría impedida para ser ministra), AMLO respondió diciendo: ‘pero, ¿quién ha hecho más daño: Yasmín o los intelectuales Enrique Krauze y Guillermo Sheridan?’, sin embargo, la pregunta es una falacia porque nos presenta una falsa disyuntiva en tanto nos obliga a condenar a unos y disculpar a la otra, como si no hubiera otra alternativa. ¿En qué momento teníamos que elegir entre esos dos ‘males’? En ninguno. Además, podríamos calificar este argumento tramposo también como una falacia de falsa equivalencia porque equipara a Krauze con la ministra fraudulenta, diciéndonos: sí, es fraudulenta, pero dado que Krauze es peor, lo de la ministra no tiene importancia. Pero que Krauze, que no tiene nada que ver con este escándalo, sea o no un impresentable (no lo es), no borra el problema gigantesco de la ministra acusada de piratear su tesis. Es un abuso del presidente cuando invoca personas, como a Krauze, echando a la hoguera a un ciudadano y presentándolo como enemigo. Un enemigo que es ficticio.
AMLO también cometió falacias de petición de principio que consisten en pronunciar la premisa y, luego, repetirla en la conclusión a manera de demostración. Mi papá dice: ‘esto está mal porque está mal’. O mi tía conservadora dice: ‘la homosexualidad es antinatural porque va contra las leyes de la naturaleza’. Pues AMLO dice: ‘mis hijos están tranquilos porque si estuviesen metidos en tráfico de influencias no estarían tranquilos’. Quedé deslumbrado.
Pero la falacia en que más incurrió AMLO, mañanera tras mañanera, fue la falacia ad populum. Permanentemente decidió cosas en la plaza pública a mano alzada, cuando le convino dio por válidas las consultas realizadas con casi nula participación y cuando no le convino las rechazó, apeló constantemente a las emociones y resentimientos del pueblo mexicano, repitió infinidad de veces que tal o cual cosa eran decisiones del pueblo o que el pueblo nunca se equivoca, como si la voluntad popular o las mayorías fueran sinónimo de verdad o de corrección moral. Invocó al pueblo, pero más bien lo utilizó para escudar en él sus decisiones. Y le mintió constantemente. Por ejemplo, cual mitómano le dijo al pueblo en su cara –en su último informe– que no tenemos un sistema de salud como Dinamarca, sino mejor que Dinamarca.
Pero este problema no es exclusivo del partido en el poder. Pensemos en lo que hizo el senador Yunes del PAN con la aprobación de la reforma constitucional al poder judicial, una evidencia de que la oposición y, en general, la política mexicana son vomitivas. Con la reforma al poder judicial se nos dijo que la designación democrática de jueces sanará su corrupción. Es –una vez más– una falacia ad populum porque se nos plantea que la designación por voto popular es superior y virtuosa en sí misma, sin explicar cómo es que brinda un blindaje contra la corrupción, si precisamente tenemos alcaldes, gobernadores, presidentes, diputados y senadores muy corruptos elegidos por voto popular. En realidad, debilitará la carrera judicial y, con ello, la independencia judicial. Serás juez no por tu camino recorrido en la carrera judicial, sino por la postulación que te dé un partido político. Los jueces serán dependientes de la política electorera. En las campañas serán cooptados del mismo modo en que un sinfín de candidatos son comprados, amedrentados o asesinados por el narco. Hemos creado, pues, un problema. Lo más delicado aún es que el ejecutivo y legislativo concentrarán más su poder y los contrapesos de la democracia se debilitarán. Ante este riesgo de regresión democrática, tristemente tenemos a una ciudadanía no muy preocupada. Más bien desconectada, desinformada. Tenemos conciudadanos desinteresados, apáticos. Idiotizados, dirían los griegos.
No vivimos en una época del debate inteligente, sino en la de la mentira y la descalificación. Es fundamental que el ciudadano, el alumno –en el análisis de su propia comunidad– identifique las falacias que se dan en el debate público. Que, interesado e informado, advierta cuando los poderosos le mienten. Que, en la era de la propaganda y la posverdad, sea capaz de ver que de ciertas premisas ‘no se sigue’ tal o cual conclusión. Que diga: ‘no, non sequitur’.