En este extracto de Machado, la novela inédita de Estela González, su protagonista viaja por la geografía y el tiempo hasta la época colonial. Ahí conoce a dos fantasmales hermanos españoles que tuvieron la desgracia de enamorarse de una misma y misteriosa mujer mazatleca.
¿Es ciudad, o es lagarto? Por la ventanita del avión veo su cola rugosa y agreste, envuelta en las palmas y los mangles. La cola se ensancha para convertirse en rocas cada vez más grandes, enredadas entre lianas y arbustos, salpicadas de casas de cal y canto por aquí, de chozas por allá. Su panza comba está hecha de arena rosada. Y la cabeza es ese monte, con un ojo que guiña cada tanto.
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Es Mazatlán, dice la asistente de vuelo, señalando las rocas, los promontorios, las mansiones, las palmeras, los barcos como de juguete. Señala la luz que me guiña el ojo.
Es el segundo faro más alto del mundo. Después me mira a mí. Y tú eres Mayte, ¿verdad? ¿La Niña Parkour?
Así me dicen, con mayúsculas. Pero no soy niña: para eso tengo dieciocho años. Lo del parkour no lo niego: lo mío es trepar y correr por edificios, subir postes, saltar de una casa a otra, salvar precipicios de ladrillo y pavimento. He entrenado por años para dominar las ciudades, para verlas desde arriba. Y ahora llego a competir en la tierra de mi madre, que tanto me ha contado de ella. A ver si cumple lo que promete esta Tierra de Venados.
Después de varios días en Mazatlán he aprendido la lección: por la noche se va de vacaciones la electricidad, y con ella todas las modernidades: no cuentes con pulmonías ni aurigas para tu transporte, ni con luz eléctrica para tus libros, ni red para textearles un poco de tranquilidad a tus padres que se quedaron lejos. La gente tan campante sale, chismea, baila, discute. Les gusta disfrazarse con trajes de época. ¿Estarán ensayando para el carnaval? Hay antorchas, arrieros tenores, mulas, y cargadores que transportan de todo, hasta ancianas y pianos.
Mazatlán es dos ciudades: una moderna de día y una antigua de noche, cuya única luz viene de la luna llena. Y de esos cerillos Pantoja, tan largos como las velas. Con ellos, el farero enciende las antorchas de gas en las paredes de las casas. Casa Pantoja es un negocio popular por el que entran y salen montones de gente. Y es que hay muchas antorchas y fogatas que alimentar.
Me gusta escalar casas en la penumbra. He aprendido a reconocer las sombras sobre los tejados y los árboles, a aguzar la vista para planear mis escaladas. Mientras mi entrenador, mis compañeros y los organizadores del Parkour roncan yo salto y escalo por encima de sus cabezas. No se dan cuenta.
Hoy por la tarde, poco antes del ocaso, llegué al mar desde el edificio de la Aduana. No sé dónde quedaron los enormes cruceros. Lo que vi fue una playa tranquila, enorme. Y yo aproveché para jugar un rato con las olitas. Luego volví a la playa y ¡mis zapatos habían desaparecido! Mejor que caminar descalza decidí volver al agua y nadar hacia Olas altas. Cosa de nadar hacia el Cerro del Crestón, y darle la vuelta para tener Olas Altas frente a mí. De ahí a mi hotel sólo tres cuadras.
Las olas crecían conforme me aproximaba a nado al Crestón. Pronto oí una extraña melodía: una voz de hombre entonaba una nota alta que descendiente en una escala desconocida, ni mayor ni menor. Luego otra voz empezaba por la nota más baja, y subía, subía. Al dar la vuelta al crestón me encontré con dos grandes rocas blancas. Y en cada una, un muchacho. Los dos se echaban clavados desde las piedras. Primero uno saltaba cantando la escala en descenso, y luego el otro. Después cada quien escalaba su roca, entonando la escala en ascenso. Al verme me saludaron alegres, pero pronto reanudaron sus clavados, sus buceos, sus escaladas y cantos.
¿Hay mucho pescado aquí?, les pregunté. Sí, me dijo Uno. Pero… Lo que buscamos es un caracol, concluyó el Otro. ¿Un caracol? Hay muchos en la playa, les dije, señalando hacia Olas Altas.
No es cualquier caracol, dijo el Otro. Estamos buscando el más hermoso… De este mar, dijo el Uno. Un caracol… Como una perla, dijo el Otro. Le brillaron los ojos verdes. Sus cabellos eran largos, desordenados y verdosos, como las algas. Había algo fantasmal en él. Y en el Uno.
Mira los caracoles que hemos encontrado. Esto no se encuentra en la Madre Patria. Abrió su morral lleno de conchas rosadas, blancas, iridiscentes. Entonces el Otro profirió sus manos repletas de hermosas caracolas. Su piel era áspera y tornasolada, como hecha también de miles de pequeñas caracolas.
¿Qué te parece ésta? Me mostró una. ¿Y qué me dices de esta? Preguntó el Otro. Así comprendí que esa búsqueda del caracol más hermoso de todos; ese espíritu competitivo era casi tan fuerte como el deseo de estar juntos.
¿Para quién es el caracol? Para una hermosa, dijo el Uno. Mujer, concluyó el Otro. Vive en Olas Altas. Tiene los cabellos largos, rizadísimos, locos, y la piel como oro bruñido, dijo el Uno. De veinticuatro kilates, dijo el Otro. Y los ojos del mismo color. Toda como de oro.
Quise despedirme, pero no me dejaron irme sola. Las corrientes son muy fuertes, dijo el Uno. Síguenos, dijo el Otro. Te mostramos cómo esquivarlas. Y así le di la vuelta al cerro del Crestón, acompañada de dos hermanos inseparables, marinos, fuertes como las rocas, ásperos como las conchas, enredados entre sí como sus largos cabellos, luminosos como el sol que se reflejaba en sus ojos.
En Olas Altas, en la penumbra creciente, señalaron una de las chozas de techo de palma que acompañan a las mansiones. Por la puerta entreabierta vimos encenderse una llama dorada.
Dentro, una silueta de mujer se llevó a los labios un largo cerillo y lo apagó de un soplido. Sus rizadísimos cabellos la coronaban como un largo manto. Allí vive, dijeron al unísono los hermanos.
De prisa se dieron la media vuelta. De prisa volvieron al mar, a sus rocas. De prisa, despavoridos, rehuyeron la mirada de la bruñida y dorada mujer de sus sueños.
Para saber:
La novelista Estela González presenta sus novelas mazatlecas “Limonaria y Arribada” el día 12 de enero a las 6:00 pm en Casa Haas, ubicada en C. Heriberto Frías 1506B, Centro Mazatlán.