Culiacán, Sin.- Mañanas frías las del invierno de 1975 son las que recuerda Juan Antonio Castro, pero la que tiene marcada con tinta roja es aquella en la que estaba fuera de su horario regular de guardia y le avisaron de un servicio de urgencias en el mercado Garmendia.
Juan Antonio es mejor conocido como Payo, apodo que desplazó su nombre a un lejano registro formal. Ingresó a las filas de Cruz Roja en 1974 con 18 años y gracias a haber realizado su servicio militar en la institución.
Joven y lleno de brío fue como Payo aprendía y le daba más tiempo a sus guardias, que por lo general eran de noche. Pero era tanto su ánimo que si tenía mañanas de ocio, se iba a la estación a ver que salía.
Esa mañana si salió algo. Todavía se respiraba el aroma dulzón del efímero invierno culichi cuando la chicharra alborotó a los socorristas militarizados, salieron "chicoteados" con sus pulcros trajes caqui rumbo a la ambulancia y en 5 minutos estaban ya en el destino; el bullicioso mercado Garmendia en el corazón de la ciudad.
No duraron mucho en encontrar la emergencia pues los susurros de curiosos eran tantos que opacaban los motores de los camiones descargando cualquiera leguminosa o fruta.
Juan Antonio iba detrás en la ambulancia así que siguió al jefe de servicio para evaluar el caso: un niño de 10 años con su brazo atascado en un molino de carne, sangre tibia mezclada con tiras rosadas de res.
El niño luchaba contra el molino pero el dolor lo doblaba y le sacaba lágrimas escandalosas. Juan Antonio se acercó a ayudarlo y su compañero trabaja de destrabar el artefacto. El niño en su desesperación jaló el brazo dejando hilos de carne y piel en su camino, seguido de un grito seco y susurros ahogados de los clientes y locatarios.
Tomaron al niño y corrieron a la ambulancia para parar la hemorragia, Payo detrás con los restos de la mano triturada en su regazo. Él subió para auxiliar y consolar al pequeño en el camino de 5 minutos hacia la clínica de Cruz Roja.
La unidad salió rápido esquivando camiones y diableros que se arremolinaban igual que lo hacen hoy. Payo llevaba al niño con su hemorragia controlada y escuchándolo sollozar en voz baja. La imagen era brutal y no coincidía con la expresión del infante.
"Ya no voy a poder ayudarle a mi mamá, ya no podré trabajar" decía, el niño mirándose su brazo mutilado. Juan Antonio de 19 años dejó correr lágrimas por sus mejillas al escuchar la preocupación del niño, su noble sentimiento de apoyo a su madre era mayor que saberse amputado.
Los minutos de camino pasaron lento pues el tiempo corre inversamente proporcional a la necesidad del sujeto que lo cuenta. Para cuando llegaron a Cruz Roja, Payo tenía las entrañas apretadas de nostalgia pero alcanzó a estabilizar al niño y ahora se encargarían los médicos de la institución.
Pasaron los años, el recuerdo no se iba pero se ablandó la nostalgia; Juan Antonio caminaba, con unas décadas encima, por el centro de Culiacán. Entre el abstracto del conglomerado le resaltó un rostro conocido y no dudó en saludarlo: era el niño carnicero de aquel servicio, ahora hecho un adulto. Que a juicio del veterano socorrista, parecía ser exitoso. Un saludo contenido y el recuerdo de esa mañana fría y trágica; el muchacho confesó no recordar su rostro pero si su acción y se despidieron como viejos amigos.
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Payo recibió el pago más grande que puede tener un socorrista, con décadas de retraso pero igual de satisfactorio. Ahora cumple sus servicios en la coordinación de veteranos; más sabio pero con el mismo ímpetu de sus primeros años.
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