Culiacán, Sin.- Una leve respiración de la mujer herida hacía coro al sonido de los fusiles golpeando las piernas de los soldados y policías al caminar junto a mí. Lagrimas escurrían de mis ojos mientras le decía a mi compañera que no mirara, era atroz y no valía la pena.
Ese día salí temprano de la facultad y me fui con mi amiga a Cruz Roja, como siempre. Cuando teníamos tiempo libre nos íbamos para allá, a ver en qué ayudábamos. Al ser estudiantes de Medicina podíamos practicar ahí y si salía algún servicio tranquilo podíamos ir.
Nos pusimos el peto y así nomas podíamos estar en ambulancia, eran otros tiempos. Estábamos esperando sin hacer mucho cuando llegó el aviso de una persona prensada al sur de la ciudad. Algo regular y pues nos fuimos para allá.
El reporte no decía mucho; una persona prensada por un choque, nada más. Yo iba con la mente preparada para lo que podía ser: una persona atrapada entre fierros, personal de rescate sacándola y ya.
Cuando llegamos al sitio, en la curva donde comienza la avenida Revolución desde la calzada Colegio Militar, vi que algo no era normal y aunque con poca experiencia ya conocía los protocolos en estos casos.
Camionetas del ejército, policía estatal, bomberos y Tránsito; demasiado para un choque, pensé. Pero me acerco a verificar lo ocurrido. En mi primer vistazo no hay mucho más que una mujer inconsciente pero viva, prensada entre los metales retorcidos del automóvil.
LO IMPREVISIBLE
Levanto la mirada y mis ojos se congelan. Cuando entras al servicio de Cruz Roja te puedes imaginar los escenarios que presenciarás, lo que te platican los compañeros y lo que puedes leer en diarios. Todo eso junto no se comparó con lo que vi en ese auto.
Los reportes extraoficiales decían que era culpa de ella, que iba escapando. Otros decían que fue culpa de él ¿pero de quien fue? Según él los seguía y por eso chocó. Todos creyeron que fue ella y naturalmente pensaron eso por lo que había dentro del auto.
No suficiente con el caos del accidente, el caos de las versiones alternas nos invadían, y nosotros como socorros no debíamos preguntarnos eso, una vida es una vida. Sí, me preguntaron si a pesar de esa atrocidad yo me iba a atrever a llevarla al hospital, pues sí, si lo hice.
Una verdad ambigua quedó sobre mí, la imagen no saldría nunca más de mi mente y desde los veintidós años que tenía en ese entonces hasta ahora, todavía sueño con eso.
No lo quería decir... suficiente es ya recordarlo. Mi mente se hacía bolas con el surrealismo del hecho.
El cadáver de un bebé de seis meses reposaba en el asiento delantero con un disparo en el pecho. Detrás en los asientos, una niña de 6 años parecía dormida con la cabeza de costado, pero una estela de sangre y huesos se dibujaba en el tapiz desde su sien.
El rigor mortis de las pequeñas daba ya el diagnóstico, no había porque trasladarlas a ningún hospital.
La última versión rezó que el padre les disparó en una discusión de casa, y la mujer en rabia y locura las subió a su auto para intentar salvarlas y por esa prisa se impactó en esa esquina.
En la ambulancia la mujer decía incoherencias, el parte médico dictaba que era por las contusiones de su cabeza, alguien pensaría que por la locura de transportar los cadáveres de sus hijas. Ya no supe más de ella, los diarios inundaron de información al día siguiente, y después nada; como si nunca hubiera pasado.
DESTINO
Con los hechos que cuenta la paramédica de Cruz Roja, su vida quedó fuertemente marcada para toda la vida.
No suficiente con el caos del accidente, el caos de las versiones alternas nos invadían, y nosotros como socorros no debíamos preguntarnos eso, una vida es una vida.
Dulce María del Socorro, Paramédica
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